"ACCIDENTE FERROVIARIO" (Thomas Mann)


¿Hay que contar algo? ¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar algo.
Una vez -de esto hace ya dos años- estuve presente en un accidente ferroviario. Todos sus pormenores parecen estar ante mis ojos.
No fue un accidente de primera categoría, uno de estos clásicos “acordeones” con “docenas de personas desfiguradas” entre los hierros, etc., etc. No. Sin embargo, fue un accidente ferroviario auténtico, con todos sus requisitos circunstanciales, y, por añadidura, durante la noche. No todos han vivido un suceso como éste, y por esto quiero contarlo lo mejor posible.
Me dirigía, en aquella ocasión, a Dresde, invitado por un grupo de amantes de las buenas letras. Era, pues, un viaje artístico y profesional, uno de estos viajes que no me disgusta emprender de vez en cuando. Al parecer, uno representa algo, ha entrado en la fama, la gente aplaude su presencia; no en vano se es súbdito de Guillermo II. Por lo demás, Dresde es una hermosa ciudad (especialmente su fortaleza), y tenía intención de pasar después diez o catorce días en el “ciervo blanco” para cuidarme un poco y quizá, si a fuerza de “aplicación” me venía la inspiración, para trabajar también un poco. Con este propósito había puesto mi manuscrito en el fondo de mi maleta, con mis apuntes, un inmenso legajo de cuartillas envuelto en papel de embalar de color parduzco y atado con un fuerte cordel que ostenta los colores bávaros.
Me gusta viajar con comodidad, especialmente cuando me pagan el viaje. Utilizaba, por consiguiente, los coches-camas; el día antes había encargado un departamento de primera clase, y ahora me encontraba instalado en él. Sin embargo, tenía fiebre, fiebre de viajar, como me ocurre siempre en tales ocasiones, pues salir de casa sigue siendo para mí una aventura y en cuestiones de viaje nunca llegaré a estar completamente curado de espantos. Sé muy bien que el tren de la noche para Dresde sale todas las tardes de la Estación Central de Munich y llega a Dresde por la mañana. Pero, cuando viajo solo en tren y mi suerte está unida a la suya, la cosa se torna grave. Entonces no puedo sacarme de la cabeza la idea de que el tren parte aquel día exclusivamente para mí, y este error irracional tiene naturalmente como consecuencia, una excitación interna, profunda, que no me abandona hasta que no he dejado tras de mí todas las formalidades del viaje, el trabajo de hacer las maletas, el trayecto de casa a la estación en un taxi cargado de bártulos, la llegada a la estación, la facturación del equipaje, y hasta que no me sé definitivamente bien instalado y en seguida. Entonces, indudablemente, me entra una laxitud y bienestar en todo el cuerpo, el espíritu se interesa por otras cosas, la gran atracción de lo lejano se descubre tras la bóveda de vidrio y el corazón goza de la placentera espera.
Así sucedió también aquella vez. Había dado una buena propina al mozo que trajo mi equipaje de mano, y él había cogido satisfecho las monedas y me había deseado un buen viaje. Estaba yo entonces fumando mi cigarrillo de la tarde en el pasillo del coche-cama, recostado en una ventana y mirando el tráfago del andén. Se oían silbidos y chirridos de ruedas, carreras apresuradas, despedidas y el voceo salmodiado de los vendedores de periódicos y refrescos, y sobre todo este ajetreo ardían las grandes lunas eléctricas en medio de la neblina de aquella tarde otoñal. Dos forzudos mozos tiraban de una carretilla cargada de grandes maletas hacia la parte delantera del tren, donde estaba el furgón del equipaje. Reconocí mi maleta por ciertas señales que me eran familiares. Allí iba ella, una entre tantas, y en su fondo reposaba el precioso fardo de papeles. “Bueno, pensé... no hay por qué preocuparse, están en buenas manos”... Miren a ese revisor con bandolera de piel, frondoso mostacho de sargento de policía y mirada enfurruñada y alerta. Miren con qué brusquedad impone su autoridad a aquella anciana de mantilla negra y deshilachada, porque estaba a punto de subirse al vagón de segunda clase. Este hombre es el estado -nuestro padre- la autoridad y seguridad. No da gusto tener tratos con él, es severo, muy severo, muy áspero, pero puedes fiarte de él y tu maleta está tan segura con él como en el seno de Abraham.
Un señor con polainas y gabán de entretiempo se pasea por el andén y lleva un perrito atado con una correa. Nunca vi un perrito tan mono. Es un dogo regordete, brillante, musculoso, con manchas negras, tan bien cuidado y gracioso como esos perritos que se ven a veces en los circos y que divierten al público corriendo alrededor de la pista con todas las fuerzas de su pequeño cuerpo. El perro lleva un collar de plata, y la correa de la que es conducido es de piel trenzada y de color. Pero esto no ha de asombrarnos si observamos a su amo, el señor con polainas, quien sin duda es de la más noble alcurnia. En un ojo lleva un monóculo que hace más severo todavía su semblante, y las puntas de su bigote se le levantan tercamente, dando a la comisura de sus labios y a su barbilla una expresión de despecho y firmeza. Dirige una pregunta al revisor de aire marcial, y aquel hombre simplón, que se da perfecta cuenta de con quién tiene que habérselas, le responde saludándolo con la mano en la gorra. Luego el caballero continúa su paseo, satisfecho de la impresión que causa su persona. Pasea seguro de sí mismo, metido en sus polainas; su rostro es frío, cáustico, y no se amedrenta ante hombres ni cosas. Es evidente que nunca ha experimentado la fiebre de los viajes; es para él una cosa tan normal y corriente que no le constituye ninguna aventura. Se encuentra como en su casa, tranquilo y sin miedo de las instituciones y los poderes, una sola palabra lo explica: es un caballero. Yo no puedo abarcarlo de una sola mirada.
Cuando cree que es hora, sube al tren (el revisor acababa de volverse de espaldas). Pasa por detrás de mí en el pasillo y, aunque choca conmigo, no dice “perdón”. ¡Qué caballero! Pero esto no es nada en comparación con lo que sigue. ¡El caballero, sin pestañear siquiera, se introduce en su departamento con el perro! Indudablemente esto está prohibido. ¿Cómo me atrevería yo, pobre de mí, a introducir un perro en un departamento? Pero él lo hace en virtud de sus derechos de caballero en la vida y cierra la puerta tras de sí.
El jefe de estación tocó su silbato, la locomotora respondió con el suyo, y el tren se puso suavemente en marcha. Yo me quedé todavía un rato en la ventana. Vi a los que se quedaban en tierra hacer señas con la mano, vi los puentes de hierro, vi las luces que oscilaban y pasaban...
Luego me retiré dentro del vagón. El coche-cama no estaba ocupado del todo; había un departamento vacío junto al mío, y, como no estaba arreglado para dormir, decidí acomodarme en él, para leer un rato con tranquilidad. Así pues, fui por mi libro y me dirigí allí. El sofá estaba forrado de seda color salmón, en una mesita plegable había un cenicero y la lámpara de gas producía una luz clara. Yo leía y fumaba cómodamente sentado.
El encargado del coche-cama entra servicial, me pide el billete de coche-cama y yo se lo pongo en su ennegrecida mano. Habla con mucha cortesía -aunque por pura obligación-, omite darme las “buenas noches” -saludo estrictamente personal- y se va para llamar la puerta del departamento contiguo. Pero le hubiera sido mejor pasar de largo, pues allí estaba el caballero de las polainas, y de que el caballero no quería dejar ver a su perro, fuera que ya se había acostado, lo cierto es que se puso terriblemente furioso, porque se atrevían a molestarlo.
Y, a pesar del traqueteo del tren, percibí a través de la delgada pared el estallido irreprimido y elemental de su cólera.
-¿Que pasa ? -gritó-. ¡Déjeme en paz... rabos de mico!
Empleó la expresión “rabos de mico”, una expresión de buena sociedad, de señor y de caballero, que sonaba a cordialidad. Pero el empleado optó por ir a las buenas, pues, por fas o por nefas, tenía que comprobar el billete del caballero. Salí al pasillo para seguir mejor el incidente, y fui testigo de cómo, al final, la puerta del caballero se abrió un poco de empellón y el billete salió disparado a la cara del empleado, sí, le dio de lleno en la cara con fuerza y rabia. El empleado lo cogió al vuelo con ambas manos y, a pesar de que uno de sus bordes se le había metido en el ojo haciéndole saltar las lágrimas, juntó las piernas y saludó militarmente con las manos en la gorra. Algo perturbado, volví con mi libro.
Considero que por unos instantes los inconvenientes y las ventajas de fumarme otro cigarro, y encuentro que no hay nada mejor. Así pues, me fumo otro mientras sigo leyendo entre el traqueteo del tren, y me siento a gusto e inspirado. El tiempo pasa, son las diez o las diez y media o tal vez más. Los pasajeros del coche-cama ya se han ido a descansar, y al final me decido a hacer lo mismo.
Me levanto, pues, y me dirijo a mi departamento. Es una alcoba pequeña, pero perfecta y lujosa, con tapices de piel estampada, perchas y una jofaina niquelada. La cama está arreglada con ropas limpias y blancas, y el cubrecama recogido en forma que convida a echarse.
"Oh, gran era moderna -pienso-. Uno se mete en esta cama como si estuviera en casa, se traquetea un poco durante la noche, y he aquí que por la mañana se encuentra ya en Dresde".
Cojo mi bolsa de mano de la red para sacar mis útiles de aseo. Con los brazos extendidos la levanto por encima de mi cabeza. En ese preciso instante ocurrió el accidente. Lo recuerdo como si fuese ahora. Hubo una sacudida... Pero con “sacudida” se dice muy poco. Fue una sacudida que al instante se caracterizó por una manifiesta malignidad. Una sacudida odiosamente estridente. Y de tal violencia que mi bolsa salió disparada de las manos no sé a dónde, y yo mismo fui despedido contra la pared, resultando con las espaldas adoloridas. No hubo tiempo para reflexionar, pues a continuación siguió un espantoso vaivén del vagón, que, mientras duró, dio motivo suficiente para amedrentar al más pintado. Un vagón del tren se balancea en los cambios de vía, en las curvas cerradas, esto es normal. Pero aquel vaivén no dejaba a uno tenerse en pie, te lanzaba de una pared a otra y hacía prever que de un momento a otro íbamos a volcarnos. Pensé: "Esto no marcha bien, esto no marcha bien, esto no va bien de ninguna manera". Así, literalmente. Pensé además: "¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!" Pues sabía que si el tren se paraba se habría conseguido mucho. Y he aquí que a esta ardiente y callada orden mía el tren se paró.
Hasta aquel momento, en el coche-cama había reinado un silencio de muerte. Pero entonces cundió la alarma. Gritos estridentes de mujeres se mezclaron con roncas exclamaciones de sorpresa de hombres. Cerca de mí oí a alguien gritar “socorro”, y no había duda, era la misma voz que antes se había servido de la expresión “rabos de micos”, la voz del caballero de las polainas, sólo que desfigurada por el miedo. “¡Socorro!”, gritó, y en el instante en que yo salí al pasillo, donde se habían agolpado los demás pasajeros, salió bruscamente de su apartamento en pijama de seda y nos miró a todos con ojos extraviados.
-¡Gran Dios! -gritó-. ¡Omnipotente Dios!
Y para anonadarse todavía más -y tal vez para evitar su completa aniquilación- añadió en tono suplicante:
-¡Amantísimo Dios!...
Pero de repente volvió sobre sí y optó por ayudarse a sí mismo. Se precipitó en el armario empotrado en la pared, donde colgaban en previsión un hacha y una sierra, rompió de un puñetazo el cristal del armario, no tocó, sin embargo, los instrumentos -porque no llegó a alcanzarlos en el primer intento-. Se abrió paso a través de los viajeros congregados -con unos empujones tan furiosos que las damas, semivestidas, empezaron a chillar de nuevo- y se arrojó fuera del tren.
Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces experimenté los efectos de mi sobresalto: cierta sensación de flaqueza en las espaldas, una imposibilidad pasajera de tragar. Todo el mundo se apiñó alrededor del empleado de manos ennegrecidas, que había acudido también allí con los ojos enrojecidos: las damas, con los brazos y los hombros desnudos, forcejeaban con las manos a su alrededor.
Era un descarrilamiento -explicó el empleado- había descarrilado. Esto no era exacto, según se comprobó mas tarde. Pero he aquí que aquel hombre, bajo el efecto de las circunstancias, se sintió comunicativo, olvidó su calidad de funcionario -aquellos incidentes excepcionales le habían soltado la lengua- y nos habló con toda familiaridad de su mujer.
-Yo había dicho a mi mujer: mujer, le dije, tengo el presentimiento de que hoy va a pasar algo.
¡Toma! ¡Ya lo creo que había pasado! Desde luego, todos le dimos la razón.
Dentro del vagón se desprendía humo, una humeada espesa, no se sabía de dónde, y todos preferimos bajar y quedarnos en medio de la noche.
Para poder bajar, había que dar un gran salto desde el estribo de la plataforma, pues allí no había andén alguno y, además, saltaba a una legua que nuestro coche-cama había quedado atravesado e inclinado hacia el lado opuesto. Pero las damas, que se habían apresurado a cubrir sus carnes, saltaron desesperadas, y pronto estuvimos todos entre las vías.
Estaba todo muy oscuro, pero pudimos ver detrás de nosotros que no faltaba ningún vagón, aunque estaban igualmente atravesados en la vía. Pero delante... ¡quince o veinte pasos más adelante! No en vano la sacudida se había producido tan espeluznante. Allí adelante no había más que ruinas y escombros... Al acercarnos, vimos sólo los márgenes del siniestro, y las pequeñas linternas de los revisores de posaban errantes por encima.
Nos llegaron noticias; personas excitadas, de rostros descompuestos. Nos informaron de la situación. Nos encontrábamos muy cerca de una pequeña estación vecinal, próxima a Regensburg: por culpa de una aguja defectuosa nuestro expreso había entrado a una vía muerta, había chocado, lanzado a toda velocidad, con la parte trasera de un mercancías que estaba detenido allí. Lo había arrojado fuera de la vía, había destrozado sus vagones de cola y el mismo había sufrido graves desperfectos. La gran locomotora de nuestro tren (fabricada en la casa Maffei de Munich) estaba hecha un montón de chatarra. Había costado siete mil marcos. Y en los vagones de la cabeza, casi volcados, los asientos estaban en gran parte empotrados unos en los otros. No, gracias a Dios no había que lamentar desgracias personales. Se hablaba de una anciana que había "salido despedida", pero nadie la había visto. Todo lo más, los viajeros habían quedado sepultados entre maletas y bolsas, y el pánico había sido grande. El furgón del equipaje había quedado reducido a escombros. ¿Qué había pasado con el furgón? Que estaba destrozado.
En éstas estaba yo....
Un empleado sin gorra corría de una a otra del tren: era el jefe de la estación, quien a gritos y entre lágrimas recomendaba a los pasajeros que guardaran disciplinas, despejaran la vía y entraran en los vagones. Pero nadie le hacía caso, porque no llevaba gorra y su actitud no inspiraba respecto. ¡Pobre hombre! En él recaía toda la responsabilidad. Tal vez aquel accidente representase el fin de su carrera y la ruina de su vida. No hubiese sido discreto preguntarle sobre los equipajes.
Se acercó otro empleado cojeando. Lo reconocí por su mostacho de sargento de policía. Era el revisor, aquel revisor de mirada enfurruñada y alerta que había conocido aquella misma tarde, el estado, nuestro padre. Cojeaba encorvado, apoyando una mano en la rodilla, y no hacía más que quejarse de su rodilla.
¡Ay, ay! -decía-. ¡Ay!
-Bueno, bueno, ¿qué pasa? ¡Ay señor! Me quedé cogido en medio de todo aquello. No podía respirar. ¡He tenido que escapar por el techo!
Aquel “escapar por el techo” sonaba a reseña de prensa; desde luego, aquel hombre no empleaba con propiedad la palabra "escapar". No pensaba tanto en su accidente como en la reseña periodística de su accidente. Pero, ¿de que me servía esto? Aquel hombre no estaba en condiciones de informarme sobre mi manuscrito. Y me dirigí a un joven que venía sano y salvo del lugar del accidente, aunque muy serio y excitado para preguntarle sobre el equipaje.
-Pues verá, señor, nadie lo sabe...
-¿Cómo está aquello?
Y por su tono comprendí que debía alegrarme de haber salido con todos los miembros ilesos.
-Todo está revuelto. Zapatos de señora... -dijo con un salvaje acento de destrucción y arrugando la nariz-. Los trabajos de descombros nos lo dirán. Zapatos de señora.
En ésta estaba yo. Como un solitario en la noche, entre las vías, examinaba mi corazón. Trabajos de descombros. Trabajos para buscar mi manuscrito tenían que hacer. Probablemente estaría destruido también, despedazado, triturado. Mi colmena, la materia prima de mi arte, mi providente zorrera, mi orgullo y mi esfuerzo, lo mejor de mí. ¿Qué iba a hacer yo con aquellas condiciones? No tenía copiado aquello que existía, que acababa de ser ensamblado y forjado, que alentaba con vida y sonidos propios... Por no hablar de mis apuntes y estudios, de todo mi atesoramiento de material, recopilado, adquirido, recogido, extraído con penas y dolor durante años y años. ¿Qué iba a hacer? Examiné mi situación a fondo y saqué la conclusión de que tendría que volver a empezar desde el principio. Sí, con la paciencia de una fiera, con la tenacidad de un ser abisal, al que se le ha destruido la obra fantástica y complicada de su pequeña inteligencia, de su propia carne... tendría que volver a empezar desde un principio tras un momento de confusión y perplejidad, y, quizás esta vez resultará un poco más fácil...
Pero, mientras tanto, habían llegado los bomberos con antorchas que arrojaban una luz rojiza sobre los escombros, y cuando yo me dirigí hacia la parte delantera del tren para buscar el furgón de los equipajes, vi que estaba casi intacto y que no faltaba nada en las maletas. Los objetos y mercancías desparramados por el suelo pertenecían al tren de mercancías: había sobre todo una inmensa cantidad de ovillos de cordeles, que cubría una gran extensión de tierra.
Me sentí aliviado y me mezclé con la gente que estacionaba allí charlando, haciendo amistades a propósito de aquel percance sufrido en común, fanfarreando y dándose tono. Parecía ser que nuestro maquinista se había accionado valerosamente y había accionado el freno de alarma en el ultimo instante, evitando así una catástrofe mayor. De no haberlo luchado así -se decía-, todo hubiese quedado irremisiblemente hecho un acordeón y el tren se habría precipitado por la gran pendiente que se abría a la izquierda.
¡Magnífico conductor! No había aparecido por allí, nadie lo había visto; sin embargo, su fama se extendió por todo el tren y a todos lo elogiábamos en su ausencia.
Y todos sentimos.
Pero nuestro tren estaba en una vía que no le correspondía y, en consecuencia, era preciso asegurar las espaldas, para que otro tren no se le echara encima por detrás. Y así algunos bomberos se colocaron en el último vagón con hachones, e incluso aquel excitado joven que tanto me había asustado con sus “zapatos de señora”, había cogido también un hachón y lo blandía de un lado a otro haciendo señales, por más que no se veía ningún tren por los alrededores.
Poco a poco se fue imponiendo orden en medio de aquel desbarajuste y el estado -nuestro padre- logró hacer valer de nuevo su autoridad y prestigio. Se había telegrafiado y se habían dado todos los pasos oportunos: un tren de socorro procedente de Regensburg entró humeando cautelosamente en la estación, y cerca de los vagones siniestrados se colocaron grandes reflectores de luz de gas. Entonces nos hicieron desalojar las vías y nos indicaron que aguardáramos en el edificio de la estación en espera de ser reexpedidos. Cargados con nuestro equipaje de mano, y algunos con maletas, nos trasladamos, a través de una hilera de vecinos curiosos, a la sala de espera, donde nos apriscamos como pudimos. Y una hora después estábamos todos de nuevo distribuidos y colocados a la buena de Dios en un tren especial.
Yo tenía billete de primera clase (me habían pagado el viaje), pero de nada me sirvió pues todo el mundo prefirió acomodarse en vagones de primera, y estos compartimentos estaban todavía más llenos que los otros. Pero, una vez hube encontrado mi rinconcito, ¿ni más ni menos que el caballero de las polainas, aquel que tenía expresiones como la de “rabos de mico”, mi héroe. Pero no llevaba el perro consigo: se lo habían quitado -en contra de todos sus derechos de caballero- y lo habían metido en un oscuro calabozo situado detrás mismo de la locomotora, desde donde llegaban lastimeros aullidos. El caballero en cuestión poseía también un billete amarillo que no le servía de nada, y se quejaba y murmuraba, intentando provocar un levantamiento en contra del comunismo y en contra de la igualdad absoluta que se había instaurado frente a su majestad el accidente. Pero se levantó un señor y con toda lealtad le respondió:
-¡Déjese de levantamientos y tenga la bondad de sentarse!
Y con una amarga sonrisa el caballero no tuvo más remedio que conformarse con aquella extraña situación.
Pero, ¿quién sube en estos momentos ayudada por dos bomberos? Una anciana, una abuelita con una deshilachada mantilla sobre la cabeza, la misma que en Munich estuvo a punto de subirse a un vagón de segunda clase.
-¿Es de primera este vagón? -pregunta sin cesar-. ¿Es cierto que este vagón es también de primera?
Y después que han confirmado su pregunta y se le ha hecho sitio, se deja caer en el acolchonado asiento de terciopelo con un “¡alabado sea Dios!”, como si por fin se sintiera segura. Al llegar a Hof eran las cinco y ya amanecía. Allí desayuné y tomé un expreso que me trasladó con tres horas de retraso.
Bien, pues este fue el accidente ferroviario que yo viví. Y con una vez me basta. Aunque los lógicos me hagan objeciones, espero, sin embargo, que tendré la buena suerte de no volver a encontrarme en un caso parecido.

"EL REGRESO" (Rafael Dieste)


Sentada al amor de la lumbre, donde un pequeño fuego todavía se esfuerza en hacerle compañía, la vieja Resenda tiene fijo el pensamiento en lejanos recuerdos, y puede que en algún presagio que esa noche le espantó el sueño. A veces se mueve un poco, escucha, y en seguida retorna a su embeleso...
Le quedó el nombre de Resenda porque su difunto marido era el señor Resende, y también como un modo de guardarle respeto.
Aún trabajaba el viejo cuando el mozo gallardo, su Andresiño, regalo de la casa, se fue en grey con otros, mordiendo un clavel, a tierras de Morería. Poco supieron decir de él los otros. Sí, lo habían visto por allá. Pero, debéis tener en cuenta... Allá no es como aquí. Millares y millares de hombres, una romería impresionante. Unos yendo hacia adelante, otros aguantando la sed en la cumbre de un cerro, o transportando los víveres... ¿Quién habla de muerte? Se sabría. Y venía entonces el tejer y destejer sospechas, conjeturas: casos de los que se pierden, de cautivos, de los que andan en secretas encomiendas. Con aquellas historias la ansiedad de los viejos se entretenía. Pero el tiempo corría... En fin, se dejó de hablar del asunto, y pronto el viejo perdió los ánimos y aquel amor a la tierra que levanta a los labradores. No duró mucho. Un día sintió frío y se encogió en el lecho con el deseo de un largo, infinito reposo, el rostro perdido en no se sabe qué lejano amanecer. Estuvo encamado una temporada, sin ningún deseo de hablar. Un día llamó a la compañera a su lado, le apretó la mano y, muy bajo, murmuró: No vuelve...
Aquella noche el viejo moría.
La vieja Resenda quedó sola, sola. Pero en su espíritu una palabra única se levantó para nunca más ser derribada. El viejo agonizante había dicho: No vuelve. Ella, con una seguridad hecha de anhelos y presentimientos, dijo: ¡Vuelve! Y esperó a lo largo de muchos inviernos...
Un andar suave, amortiguado, se deslizó por el piso de arriba.
Después el portón de la cocina se abrió un poco, silencioso y cauto. Pero de repente se cerró y batió violentamente en el marco de perpiaño.
Los sueños de la anciana huyeron. Con los ojos encendidos levantó la cabeza y se puso a escuchar...
Todo enmudece en la casa a no ser las pisadas blandas, leves.
-¿Quién anda ahí? -gritó. Y su propia voz sin respuesta la llenó de extrañeza.
Se sintió sola por vez primera, y como pasmada, todavía más que atemorizada, de aquella soledad.
Entonces comenzó a llamar al hijo como si estuviera allí adormilado, con la mira de espantar al ladrón, pero también para sentirse menos desamparada:
-¡Despierta, perezoso, que anda gente por la casa! Coge esa hacha y corre a ese lobicán que viene a robar a los pobres. Para una corteza de pan que ha de encontrar en el horno es capaz de estrangularme.
La voz se le ovilló. Alguien parecía ahora empujar la puerta desde fuera con esa lentitud astuta de los gatos o del viento tramposo. Chirriaron de improviso los goznes, con un lamento de pereza importunada, y la puerta quedó franca. Allí, deteniendo el paso, como para dar tiempo a la madre para serenarse, estaba, erguido y alegre, el hijo de la vieja Resenda. El resplandor del pequeño fuego, que en aquel instante se avivó de súbito, relampagueó en su rostro. Era el de siempre... Los dientes, mozos, mordían todavía el clavel.
Alguna mujer que pasó volando junto a la casa, sintió gritar a la vieja el nombre de su hijo. Otros dicen que la sintieron hablar a deshora, y hasta canturrear mientras iba y venía. Otros (tiempo después) que un mendigo forastero, sospechoso, había estado espiando un ventanuco de la casa, encima de un emparrado, para ver dónde escondía la vieja unas onzas de oro que, según rumor corrido por la aldea, tenía costumbre de contar diciendo: Las guardé para ti, hijo mío. Pasé malos años, pero aquí están. Y se dice que ese mendigo nada pudo decir de semejante oro... Sí del terrible acontecimiento, y que fue a confesarse muy arrepentido.
Al día siguiente -ya no calentaba el sol- los vecinos llamaron hasta hartarse en la puerta de la casa silenciosa. Finalmente decidieron, después de hablar en grupo con la alegría inconfesada de las alarmas insólitas, echar la puerta abajo. Por el hueco que abrieron los empujones del más corpulento se colaron todos.
Muy pronto dieron con la vieja Resenda. A poco trecho del hogar la encontraron tendida en el suelo, con los ojos tan abiertos que no parecía que estuviese muerta.
De Andrés nunca se supo. Todos dicen que fue comido por los cuervos en tierras de Morería.

"ME ENCANTA DIOS" (Jaime Sabines)


Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos.
Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida - no tú ni yo - la vida, sea para siempre.
Ahora los científicos salen con su teoría del Big Bang... Pero ¿que importa si el universo se expande interminablemente o se contrae? Esto es asunto sólo para agencias de viajes.
A mi me encanta Dios. Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas. y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho frente al ataque de los antibióticos con ¡bacterias mutantes!
Viejo sabio o niño explorador, cuando deja de jugar con sus soldaditos de plomo de carne y hueso, hace campos de flores o pinta el cielo de manera increíble.
Mueve una mano y hace el mar, y mueve la otra y hace el bosque. Y cuando pasa por encima de nosotros, quedan las nubes, pedazos de su aliento.
Dicen que a veces se enfurece y hace terremotos, y manda tormentas, caudales de fuego, vientos desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. Pero esto es mentira. Es la tierra que cambia- y se agita y crece- cuando Dios se aleja.
Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer mas amada, el perrito y la pulga, la piedra mas antigua, el pétalo mas tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy.
A mi me gusta, a mi me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios.

"ANILLO DE HUMO" (Silvina Ocampo)


Recuerdo el primer día que viste a Gabriel Bruno. El caminaba por la calle vestido con su traje azul, de mecánico; simultáneamente, pasó un perro negro que al cruzar la calle, fue atropellado por un automóvil. El perro, aullando porque estaba herido, corrió junto al paredón de la vieja quinta, para guarecerse. Gabriel lo ultimó a pedradas. Desdeñaste el dolor del perro para admirar la belleza de Gabriel.
   ­¡Degenerado! ­ exclamaron las personas que te acompañaban.
    Amaste su perfil y su pobreza.
    Una tarde de Navidad, en la quinta de tu abuela, repartieron en las caballerizas (donde ya no había caballos sino automóviles), ropa y juguetes para los niños del barrio. Gabriel Bruno y una intempestiva lluvia aparecieron. Alguien dijo:
    ­ Ese chico tiene quince años; no tiene edad para venir a esta fiesta. Es un sinvergüenza y, además, un ladrón. El padre por cinco centavos mató al panadero. Y él mató un perro herido, a pedradas.
    Gabriel tuvo que irse. Lo miraste hasta que desapareció bajo la lluvia.
    Gabriel, hijo del guardabarreras que mató no sé por cuántos centavos al panadero, para ir de su casa al almacén pasaba todos los días, con la esperanza tal vez de verte, por un callejón que separaba las dos quintas: la quinta de tu tía y la quinta de tu abuela materna, donde vivías.
    Sabías a qué hora Gabriel pasaba, galopando en su caballo oscuro, para ir al almacén o al mercado, y lo esperabas con el vestido que más te gustaba y con el pelo atado con la más bonita de las cintas. Te reclinabas sobre el alambrado en posturas románticas y lo llamabas con tus ojos. Bajaba del caballo, saltaba el zanjón para acercarse a Eulalia y a Magdalena, tus amigas, que no lo miraban. ¿Qué prestigio podía tener para ellas su pobreza? El traje de mecánico de Gabriel las obligaba a pensar en otros varones mejor vestidos.
    Hablabas a Eulalia y a Magdalena de Gabriel Bruno el día entero, en vano. Ellas no conocían los misterios del amor.
    Todos los días, a la hora de la siesta, corriste sola al callejón. De lejos brillaba la cinta de tu pelo como un barco de vela en miniatura o como una mariposa: la veías reflejada en la sombra. Eras la mera prolongación de tu sentimiento: el cirio que sostiene la llama. A veces, en el camino, se desataba el moño; entonces, colocando la cinta entre tus dientes, te recogías el pelo y volvías a atarlo, arrodillada en el suelo.
    Como tenía que haber un pretexto para que pudieras hablar con Gabriel inventaste el pretexto de los cigarrillos: llevabas plata en tu bolsillo, se la dabas a Gabriel para que fuera al almacén a comprarlos. Después fumaban, mirándose en los ojos. Gabriel sabía hacer anillos con el humo y te los soplaba en la cara. Reías. Pero estas escenas, tan parecidas a las escenas de amor, iban penetrando en tu corazón apasionado. Una vez unieron los cigarrillos para encenderlos. Otra vez encendiste un cigarrillo y se lo diste.
    Era en el mes de enero. Jubilosas las chicharras cantaban con ruido de matraca. Cuando volviste a la casa, oíste que tu padre hablaba con tu madre. Era de ti que hablaban.
    ­ Estaba en el callejón, con ese atorrante. Con el hijo del guardabarreras. ¿Te das cuenta? Con el hijo del que mató al panadero por cinco centavos. Hay que ponerla en penitencia.
    ­ Son cosas de chica, no hay que hacer caso.
    ­ Tiene once años ya­ dijo tu madre.
    No se atrevieron a decirte nada, pero no te dejaban salir sola. Fingías dormir la siesta y en vez de correr al callejón, después de almorzar, llorabas detrás de las persianas o del mosquitero.
    Oíste, entre el casero y un ciclista, un diálogo insólito: hablaban de Gabriel y de ti. Dijeron que Gabriel se vanagloriaba en el almacén hablando de los cigarrillos que fumaban juntos. Decían que te había dicho palabras obscenas o con doble sentido.
    Te escapaste a la hora de la siesta, corriste al cerco, para perder tu anillo. Gabriel pasó a la hora de siempre. Fuiste a su encuentro.
    ­ Vamos ­ le dijiste- a las vías del tren.
    ­¿Para qué?
    ­ Se cayó mi anillo al cruzar las vías ayer cuando fui al río.
    Verdad y mentira salían juntas de tus labios.
    Fueron, él a caballo y tú caminando, sin hablarse. Cuando llegaron a las vías del tren, él dejó su caballo atado a un poste y tú te arrodillaste sobre las piedras.
    ­¿Dónde perdió el anillo?­ te preguntó, arrodillándose a tu lado.
    ­ Aquí­ dijiste, apuntando el centro de los rieles.
    ­ Bajaron las señales. Va a pasar el tren. Salgamos de aquí ­ exclamó con desdén.
    ­ Quiero que nos suicidemos ­ le dijiste.
    Te tomó del brazo y te arrastró afuera de las vías, justo a tiempo. Las sombras, la trepidación, el viento, el silbato del tren, con mil ruedas pasaron sobre tu cuerpo.
    Para Semana Santa, Gabriel te siguió hasta la iglesia. Lo miraste dentro del aire con incienso de la iglesia, como un pez en el agua mira un pez cuando hace el amor. Fue la última entrevista. Durante veranos sucesivos, lo imaginaste deambulando por las calles, cruzando frente a las quintas, con su traje de mecánico azul y ese prestigio que le daba la pobreza.

"EL ASALTO AL GRAN CONVOY" (Dino Buzzati)


Arrestado en un callejón de la ciudad y condenado solamente por contrabando -porque tuvo la suerte de no ser reconocido- Gaspar Planetta, capitán de bandidos, permaneció tres años en prisión.
Al salir libre estaba muy cambiado. Consumido por la enfermedad, con una gran barba, parecía un viejo y no el famoso "capo brigante", el mejor tirador conocido, que no sabía errar un disparo.
Con sus cosas en una bolsa, se puso en camino hacia el Monte Fumo, su antiguo reino, donde suponía que debían estar sus compañeros.
Era un domingo de junio cuando se internó en el valle donde estaba su casa. Los senderos del bosque no habían cambiado: aquí afloraba una raíz: allá una piedra que recordaba perfectamente. Todo estaba igual que antes. Como era fiesta, la banda debía estar reunida en su casa. Al acercarse, Planetta oyó voces y carcajadas. La puerta, a diferencia de sus tiempos, estaba cerrada.
Golpeó dos o tres veces. Adentro se hizo un silencio. Después preguntaron:
-¿Quién es?
-Vengo de la ciudad -respondió- vengo de parte de Planetta.
Tenía pensado darles una sorpresa, pero en cuanto abrieron la puerta, se dio cuenta de que no lo reconocían. Sólo el viejo perro, el esquelético Tromba, le saltó encima con alegría.
Al principio sus antiguos compañeros, Cosimo, Marco, Felpa y también tres o cuatro desconocidos, lo rodearon, pidiéndole noticias de Planetta. Les contó que había conocido al jefe en prisión; dijo que Planetta sería liberado un mes más tarde y que, mientras tanto, lo había enviado a él para saber cómo marchaban las cosas.
Al rato, los bandoleros ya habían perdido todo interés en el recién llegado y lo dejaban con un pretexto cualquiera. Sólo Cosimo se quedó hablando con él, pero sin reconocerlo.
-¿Y qué piensa hacer cuando vuelva?
-¿Cómo qué piensa hacer? ¿Es que acaso no puede volver acá?
-Ah, sí, sí... yo no digo nada. Sólo estaba pensando en él. Las cosas aquí han cambiado mucho. Y él va a querer mandar todavía, se entiende... pero no sé...
-¿Qué es lo que no sabe?
-No sé si Andrea estará dispuesto... no va a querer. Por mí que vuelva, nosotros dos siempre nos llevamos bien.
Así supo Gaspare Planetta que el nuevo jefe era Andrea, uno de sus antiguos compañeros.
En ese momento se abrió la puerta de par en par y entró el propio Andrea, que se paró en medio del cuarto. Planetta recordaba un tipo alto y flaco. Ahora tenía delante una formidable estampa de forajido, con una cara dura y unos espléndidos bigotes. Tampoco lo reconoció.
-¿Ah sí? -dijo a propósito de Planetta- ¿Y cómo fue que no consiguió fugarse? No debe ser demasiado difícil. También a Marco lo metieron adentro, pero no llegó a estar ni seis días. Tampoco a Stella le resultó difícil evadirse. Y en cambio él, que era el jefe, precisamente él, no hizo buen papel.
-Es que ya las cosas no son como antes -repuso Planetta con una sonrisa burlona- Hay muchos guardias ahora, cambiaron las rejas, jamás nos dejaban solos. Y además él se enfermó.
Mientras hablaba se iba dando cuenta que lo habían dejado afuera, comprendía que un "capo brigante" no puede dejarse capturar y mucho menos permanecer encerrado tres a cuatro años como un desgraciado cualquiera, comprendía que estaba viejo, que ya no había lugar para él allí, que su tiempo había terminado.
-Me dijo -prosiguió con voz cansada- Planetta me dijo que había dejado aquí su caballo, un caballo blanco que se llama Polak, me parece, y que tiene un bulto detrás de la rodilla.
-Tenía, querrá decir, tenía... -dijo Andrea arrogante, comenzando a sospechar que era el propio Planetta el que tenía delante- Si el caballo se murió, no es culpa nuestra.
-Me dijo- continuó con toda calma Planetta- que también dejó aquí su ropa, una linterna y un reloj- y sonriendo sutilmente se acercó a la ventana para que todos pudieran verlo bien.
Y todos, en efecto, lo vieron, reconociendo en aquel viejo flaco lo que quedaba de su famoso jefe Gaspare Planetta, el mejor tirador conocido, que no sabía errar un solo tiro.
Sin embargo, ninguno habló. Tampoco Cosimo se atrevió a decir nada. Todos simularon no haberlo reconocido porque estaba presente Andrea, el nuevo jefe y lo temían.
Y Andrea hacía como si no pasara nada.
-Nadie ha tocado sus cosas -respondió Andrea- deben estar por ahí, en algún cajón. De la ropa, no sé nada. Probablemente alguien la usó.
-Me ha dicho- continuó imperturbable Planetta, aunque esta vez ya no sonreía- me ha dicho que dejó aquí su fusil, su escopeta de precisión.
-Su fusil está aquí -dijo Andrea- y puede venir por él cuando quiera.
-Me decía, siempre me decía: quién sabe qué trato le han dado a mi fusil, quién sabe en qué chatarra me lo encuentro convertido a mi regreso.
-Yo lo usé algunas veces- admitió Andrea con cierto tono de desafío- pero no creo que por eso se haya estropeado.
Gaspare Planetta se sentó sobre un banco. Se sentía afiebrado, cosa que solía pasarle; no mucho, pero lo suficiente para sentir la cabeza pesada.
-Dime -insistió, volviéndose a Andrea- ¿Me lo podrías dejar ver?
-Adelante -respondió Andrea, haciéndole señas a uno de los nuevos integrantes de la banda- Ve, ve a buscarlo.
Un momento después le entregaron el fusil a Planetta. Lo observó minuciosamente, con aire preocupado y poco a poco, mientras acariciaba el caño, pareció serenarse.
-Bien -dijo después de una larga pausa-... y también me dijo que dejó aquí las municiones. Lo recuerdo bien: seis medidas de pólvora y ochenta y cinco proyectiles.
-Adelante- ordenó Andrea secamente- Tráiganle todo. ¿Hay alguna otra cosa?
-Eso -dijo Planetta acercándose a Andrea con la mayor calma y sacándole de la cintura un puñal envainado- Todavía falta ésta. Su cuchilla de caza- y volvió a sentarse.
Corrió un largo y pesado silencio.
-Bien... buenas noches- dijo por fin Andrea para hacerle comprender a Planetta que la entrevista había terminado.
Gaspare Planetta levantó los ojos midiendo la poderosa corpulencia del otro.
¿Habría podido desafiarlo, enfermo y cansado como estaba? Se levantó lentamente, esperó que le dieran el resto de sus cosas, metió todas en la bolsa y se echó el fusil al hombro.
-Buenas noches, señores -dijo, encaminándose hacia la puerta.
Los hombres quedaron mudos, paralizados de estupor, porque jamás hubieran imaginado que Gaspare Planetta, el famoso "capo brigante" pudiera terminar así, permitiendo que lo mortificaran impunemente.
Sólo Cosimo consiguió emitir una voz extrañamente ronca:
-¡Adiós, Planetta! -exclamó, haciendo a un lado toda simulación-. ¡Adiós y buena suerte!
Planetta se alejó por el bosque, en medio de las sombra de la noche, silbando.
*
Eso le sucedió a Planetta, que ya no era más "capo brigante" sino solamente Gaspare Planetta, de Severino, del año cuarenta y ocho, sin residencia fija. Aunque, en realidad, dónde vivir tenía, una cabaña sobre el Monte Fumo, de troncos y piedra, en el medio del bosque, donde se refugiara una vez que lo perseguían los guardias.
Planetta llegó a su cabaña, encendió el fuego, contó el dinero que tenía (podía alcanzarle para algunos meses) y comenzó a vivir solo.
Pero una noche, mientras estaba sentado junto al fuego, se abrió de golpe la puerta y apareció un joven, con un fusil. Tendría unos diecisiete años.
-¿Qué pasa? -preguntó Planetta sin siquiera levantarse.
El muchacho tenía un aire desenfadado, se parecía a él, Planetta, una treintena de años antes.
-¿Está aquí la gente del Monte Fumo? Hace tres días que los busco.
El muchacho se llamaba Pietro. Explicó sin titubeos que quería unirse a la banda. Había vivido siempre vagabundeando y hacía años que tenía ese proyecto, pero como para ser bandolero debía contar por lo menos con un fusil, no había tenidos más remedio que esperar un poco; ahora había robado uno bastante bueno.
-Llegaste a buen lugar; yo soy Planetta.
-¿Planetta el capitán, quiere decir?
-El mismo.
-Pero, ¿no estaba en prisión?
-Allí estuve, por así decirlo -explicó irónicamente Planetta-. Estuve tres días: no tuvieron la suerte de retenerme por más tiempo.
El muchacho lo miró entusiasmado.
-¿Y ahora quieres que me quede contigo?
-¿Quedarte conmigo? -dijo Planetta- Está bien, por esta noche duerme aquí, mañana veremos.
Los dos vivieron juntos. Planetta no desengañó al muchacho, lo dejó creer que seguía siendo el jefe, le explicó que prefería vivir solo y encontrarse con los compañeros nada más que cuando era necesario.
El muchacho lo creía poderoso y esperaba de él grandes cosas. Pero pasaban los días y Planetta no hacía nada, a excepción de cazar un poco. El resto del tiempo lo pasaba siempre junto al fuego.
-Jefe -decía Pietro- ¿cuándo vamos a dar un golpe?
-Uno de estos días- respondía Planetta- Llamaré a los compañeros y te sacarás el gusto.
Pero los días siguieron pasando.
-Jefe- insistía el muchacho-. Supe que mañana pasará por el camino del valle un tal Francisco, que debe tener los bolsillos llenos.
-¿Un tal Francisco? -repetía Planetta sin demostrar interés- Lo conozco hace tiempo. Es un hombre astuto, un verdadero zorro: cuando viaja no lleva un solo escudo encima, de miedo a los ladrones.
-Jefe- decía el muchacho-. Supe que mañana pasan dos carros de buena mercadería. Todos cosas de comer. ¿Qué dice, jefe?
-¿De veras? -respondía Planetta- ¿Cosas de comer? - y dejaba languidecer el asunto, como si no fuera digno de él.
-Jefe- decía el muchacho- mañana es la fiesta de la ciudad y habrá mucho movimiento de gente, pasarán cantidad de carruajes y muchos regresarán de noche. ¿No tendríamos que intentar algo?
-Cuando hay gente -contestaba Planetta- más vale no hacer nada. Hay gendarmes por todos lados los días de fiesta. No hay que fiarse. Precisamente fue en un día de fiesta que me capturaron.
-Jefe -decía después de unos días Pietro- di la verdad, a ti te pasa algo. No tienes ganas de hacer nada. Ni siquiera de ir a cazar. No quieres ver a los compañeros. Debes estar mal, seguramente, ayer también tuviste fiebre. Siempre estás al lado del fuego. ¿Por qué no hablas claro?
-Puede que no esté bien- decía Planetta sonriendo- pero no es lo que tú piensas. Si quieres que te los diga, así por lo menos me dejas tranquilo, es una estupidez fatigarse para embolsarse algunas pocas monedas. Si hago algo, quiero que valga la pena. Bien: he decidido esperar al Gran Convoy.
Se refería al Gran Convoy que una vez al año, precisamente el 12 de setiembre, llevaba a la capital un cargamento de oro, todo lo recaudado por concepto de impuestos en las provincias del sur. Avanzaba entre sonidos de cuernos a lo largo del camino principal, custodiado por guardia armada. El Gran Convoy Imperial con el gran carro de hierro, todo lleno de monedas metidas en sacos. No había bandolero que no soñara con él en las noches tranquilas, pero desde hacía cien años nadie había logrado asaltarlo impunemente. Trece bandidos habían muerto, veinte estaban en prisión. Ya nadie pensaba en el Gran Convoy en serio; año tras año la recaudación de impuestos se hacía más grande y la escolta armada era reforzada. Iban soldados adelante y atrás, patrullas a caballo a los lados; los cocheros, los jinetes y los servidores, todos armados. Lo precedía una especie de avanzada con trompeta y bandera. Después venían veinticuatro guardias a caballo, armados con fusiles, pistolas y espadones, y enseguida el carro de hierro con la insignia imperial en relieve tirado por dieciséis caballos. Otros veinticuatro soldados en la retaguardia, otros doce a los lados. Cien mil ducados de oro, mil onzas de plata, destinados a la casa imperial.
El Convoy pasaba a galope cerrado. Luca Toro, cien años antes, había tenido el coraje de asaltarlo y le había ido milagrosamente bien. Era la primera vez: la escolta se asustó y Luca Toro pudo huir a Oriente y darse la gran vida.
Otros bandoleros lo habían intentado: Giovanni Borro, para nombrar algunos, el Tedesco, Sergio de Topi, el Conde y el Jefe de los treinta y ocho. Todos, a la mañana siguiente, aparecieron al borde del camino con la cabeza partida.
-¿El Gran Convoy? -preguntó el muchacho maravillado- ¿De veras quieres arriesgarte?
-Sí, quiero arriesgarme. Si lo logro, estoy hecho para siempre.
Eso dijo Gaspare Planetta, pero estaba lejos de pensarlo. Aun contando con una veintena de hombres habría sido una locura... ¡cuánto más solo!
Lo había dicho por bromear, pero el muchacho se lo había tomado en serio y miraba a Planetta con admiración.
-Dime- preguntó-... ¿y cuántos seríamos?
-Quince, por lo menos.
-¿Y para cuándo?
-Hay tiempo -respondió Planetta-. Tengo que hablar con mi gente. Esto no es cosa de juego.
Pero los días siguieron pasando y los bosques empezaron a ponerse rojos. El muchacho esperaba con impaciencia. Planetta no lo desengañaba y en las largas noches que pasaban junto al fuego, discutía el gran proyecto y se divertía también él. Y en algunos momentos él mismo llegaba a creer que era verdad.
*
El 11 de septiembre, el día de la víspera, el muchacho estuvo afuera hasta la noche. Regresó con una cara sombría.
-¿Qué pasa? - preguntó Planetta, sentado como de costumbre junto al fuego.
-Por fin me encontré con tus compañeros.
Se hizo un largo silencio y se oyó el restallar del fuego. También se escuchaba la voz del viento que soplaba en el bosque.
-Y bien... -preguntó Planetta con tono que quería parecer divertido- ¿Te lo dijeron todo?
-Seguro. Me lo contaron todo.
-Bien- añadió Planetta y se hizo otra pausa en el cuarto iluminado tan sólo por el fuego.
-Me dijeron que me fuera con ellos, que hay mucho trabajo.
-Entiendo- aprobó Planetta- Sería una tontería no ir.
-Jefe -dijo entonces Pietro con voz casi llorosa- ¿por qué no me dijiste la verdad? ¿Por qué tantas historias?
-¿Qué historias? -dijo Planetta, que hacía esfuerzos por mantener su habitual tono alegre-. ¿Qué historias te he contado yo? Te dejé creer, no te quise desengañar, eso fue todo.
-No es verdad -repitió el muchacho-. Me retuviste aquí con falsas promesas, sólo por atormentarme. Mañana, bien lo sabes...
-¿Qué pasa mañana? -preguntó Planetta, otra vez tranquilo- ¿Te refieres al Gran Convoy?
-Eso mismo. ¡Y yo que te creí! Aunque tenía que haberme dado cuenta, enfermo como estás... No sé como hubieras podido... -Pietro se calló por algunos segundos y después, en voz baja, anunció:
-Mañana me voy.
*
Pero el otro día, Planetta fue el primero en levantarse. Se vistió de prisa sin despertar al muchacho y tomó el fusil. Recién cuando llegaba al umbral Pietro se despertó.
-Jefe -dijo, llamándolo así por la fuerza de la costumbre-. ¿Adónde vas a esta hora, se puede saber?
-Sí señor, se puede saber -respondió Planetta sonriendo-. Voy a esperar al Gran Convoy.
Pietro ni siquiera se molestó en responder. Se limitó a darse vuelta en la cama, como para hacerle ver que ya estaba cansado de aquella estúpida historia.
Pero está vez no era sólo una historia. Para cumplir una promesa que había hecho en broma, se disponía a asaltar el Gran Convoy. Ya lo habían fastidiado bastante sus compañeros; por lo menos, que aquel muchacho supiera quién era Gaspare Planetta. Pero, no... no era el muchacho lo que le importaba. En el fondo, lo hacía por él mismo, para sentirse el de antes, aunque fuera por última vez.
Probablemente nadie lo vería y hasta quizá, si lo mataban enseguida, nadie lo supiera jamás, pero es no tenía importancia. Era un asunto personal con el poderoso Planetta de antes. Una especie de apuesta a favor de una empresa desesperada.
Pietro dejó que Planetta se fuera. Pero después le asaltó una duda. ¿No se propondría de veras Planetta llevar a cabo el asalto? A pesar de que le parecía una idea absurda, Pietro se levantó y salió a averiguar. Muchas veces Planetta le había mostrado el sitio ideal para esperar al Gran Convoy, y hacia allí se dirigió.
El día ya había amanecido pero el cielo estaba cubierto por largas nubes de tormenta. La luz era clara y grisácea. De tanto en tanto se oía el canto de un pájaro. En los intervalos, se escuchaba el silencio.
Pietro corrió por el bosque hacia el fondo del valle, donde pasaba el camino principal. Avanzaba con prudencia entre los matorrales en dirección a un grupo de castaños, donde seguramente se encontraba Planetta.
Allí estaba, en efecto, escondido detrás de un tronco y se había hecho un pequeño parapeto de ramas para que no lo pudieran ver. Se había apostado sobre una especie de colina que dominaba una brusca vuelta del camino: una fuerte subida que obligaba a los caballos a andar más despacio. Todo lo que pasara por allí se convertía en un blanco fácil.
El muchacho miró la llanura del sur que se perdía en el infinito, cortada en dos por el camino. Allá, en el fondo, vio una polvareda que se movía, avanzaba por el camino: era el polvo que levantaba el Gran Convoy.
Planetta estaba colocando el fusil con la mayor calma, cuando oyó que algo se agitaba cerca de él. Se volvió y vio a Pietro con su fusil en el árbol vecino.
-Jefe- dijo Pietro jadeando- Planetta, tienes que salir de aquí. ¿Te has vuelto loco?
-Chitón- respondió sonriendo Planetta-. Que yo sepa, no estoy loco. Vete de aquí enseguida.
-Estás loco, te digo. Crees que van a venir tus compañeros, pero no vendrán, me lo han dicho, nunca pensaron venir.
-Vendrán, por Dios que vendrán, sólo es cuestión de esperar un poco. Tienen la manía de llegar siempre tarde.
-Planetta -suplicó el muchacho-. Hazme el gusto, sal de ahí. Era sólo una broma, nunca he pensado dejarte.
-Lo sé, lo sé -rió bonachonamente Planetta-. Pero ahora basta, vete, te digo. Este no es lugar para ti.
-Planetta- insistió el muchacho-. ¿No ves que es una locura? ¿Qué puedes hacer tú solo?
-Por Dios, vete de una vez -gritó con voz ahogada Planetta, que ya no razonaba-. ¿No te das cuenta de que vas a echarlo todo a perder?
En ese momento se comenzaba a distinguir, en el fondo del camino principal, los soldados que escoltaban el Gran Convoy, el carro, la bandera.
-¡Por última vez, vete! -repitió, furioso, Planetta. El muchacho, reaccionando por fin, empezó a arrastrarse entre el pastizal hasta que desapareció.
Planetta escuchó los cascos de los caballos, dio una ojeada a las grandes nubes de plomo, vio tres o cuatro cuervos en el cielo. El Gran Convoy ahora avanzaba despacio, iniciando la subida.
Planetta tenía ya el dedo en el gatillo cuando advirtió que el muchacho regresaba, arrastrándose, y se apostaba otra vez detrás del árbol.
-¿Viste? -susurró Pietro-. ¿Viste cómo no vinieron?
-Canallas -murmuró Planetta sin mover ni siquiera la cabeza y esbozando una sonrisa-. ¡Canallas! Es demasiado tarde para retroceder. ¡Atención, muchacho, que ahora comienza lo bueno!
Trescientos. Doscientos metros. El Gran Convoy se acercaba. Ya se distinguía la gran insignia en relieve sobre los lados del carro, se oían las voces de los soldados que conversaban entre ellos.
Recién entonces el muchacho tuvo miedo. Comprendió que estaba embarcado en una empresa disparatada, de la que no se podía escapar.
-¿Viste que no vinieron? Por caridad, no dispares.
Pero Planetta no se conmovió.
-¡Atención! -murmuró alegremente, como si no lo hubiera oído-. ¡Señores, la función va a comenzar!
Planetta ajustó la mira, su formidable mira que no podía fallar. Pero en aquel instante sonó un disparo del otro lado del valle.
-¡Cazadores! -comentó el "capo brigante", divertido, mientras resonaba un terrible eco-. No son más que cazadores. ¡Nada de miedo, eh! Cuánto más confusión, mejor.
Pero no eran cazadores. Gaspare Planetta oyó un gemido. Volvió la cabeza y vio al muchacho que soltaba el fusil y se desplomaba sobre la tierra.
-¡Me hirieron, Planetta! ¡Oh, mama!
No habían sido cazadores los que habían disparado, sino los soldados de la escolta encargados de adelantarse al Convoy para evitar una emboscada. Eran todos expertos tiradores, seleccionados en los combates. Tenían fusiles de precisión.
Uno de ellos, mientras escrutaba el bosque, había visto al muchacho moverse entre los árboles y tenderse después al lado del viejo bandolero.
Planetta lanzó una blasfemia. Se fue levantando con precaución hasta quedar de rodillas, disponiéndose a socorrer al compañero. Sonó un segundo disparo. El proyectil atravesó el valle bajo las nubes tormentosas y después empezó a descender de acuerdo a las leyes de la balística. Había sido dirigido a la cabeza, pero en cambio entró en el pecho, cerca del corazón.
Planetta cayó de golpe. Se hizo un gran silencio, como jamás había oído. El Gran Convoy se había detenido. El temporal no terminaba de desatarse. Los cuervos estaban allá, en el cielo. Todos se mantenían expectantes.
El muchacho volvió la cabeza y sonrió:
-Tenía razón -balbuceó-. Al final vinieron, los compañeros. ¿Los viste, jefe?
Planetta no respondió, pero haciendo un supremo esfuerzo, miró en la dirección indicada.
Detrás de ellos, en un claro del bosque, habían aparecido una treintena de jinetes con el fusil en bandolera. Parecían diáfanos como una nube y sin embargo se distinguían netamente sobre el fondo oscuro de la floresta. Por sus divisas absurdas y sus caras bravías, se hubiera dicho que eran bandidos.
En efecto, Planetta los reconoció enseguida. Eran sus antiguos compañeros, los bandoleros muertos que venían por él. Rastros curtidos por el sol y atravesados por largas cicatrices, horribles mostachos, barbas sacudidas por el viento, ojos duros y clarísimos, espuelas inverosímiles, grandes botones dorados, caras simpáticas, polvorientas de tanto combatir.
Ahí estaba el buen Paolo, lento de entendederas el pobre, muerto en el asalto del Mulino; Pietro del Ferro, que jamás había conseguido aprender a cabalgar; Giorgio Pertica; Frediano, muerto de frío... todos los buenos y viejos compañeros, que había visto morir uno a uno.
¿Y ese facineroso de grandes bigotes y un fusil casi tan largo como él, montado en el caballo blanco y flaco, no era el Conde, el famoso bandolero también caído por causa del Gran Convoy? Sí, era él, el Conde, con el rostro iluminado de cordialidad y satisfacción. ¿Y acaso se equivocaba Planetta o el último de la izquierda que se mantenía erguido y orgulloso, era el propio Marco Grande en persona, ahorcado en la capital en presencia del Emperador y de cuatro regimientos de soldados? Marco Grande, cuyo nombre, cincuenta años después todavía se pronunciaba en voz baja... Sí, también había venido para honrar a Planetta, el último valiente y desafortunado capitán.
Los bandidos muertos estaban silenciosos, evidentemente conmovidos, pero llenos de una común felicidad. Esperaban que Planetta hiciera algo.
Y Planetta (lo mismo que el muchacho) se levantó, ya no de carne y hueso como antes sino transparente como los otros y, sin embargo, idéntico a sí mismo.
Lanzando una mirada sobre su pobre cuerpo que yacía en el suelo, Planetta se encogió de hombros, como para convencerse de que ya no importaba nada de eso y se dirigió al claro, indiferente a los posibles disparos. Avanzó hacia los viejos compañeros, feliz.
Estaban por comenzar los saludos particulares, cuando en primera fila advirtió un caballo ensillado a la perfección y sin jinete. Instintivamente se acercó sonriendo.
-Por casualidad -dijo, maravillado por el tono extrañísimo de su nueva voz- ¿no será Polak este caballo?
Era Polak, de verdad, su caballo. Al reconocer a su dueño lanzó una especie de relincho (es necesario definirlo así, porque la voz de los caballos muertos es mucho más dulce que la que conocemos). Planetta le dio dos o tres palmadas afectuosas y desde ya empezó a saborear la delicia de la próxima cabalgata, junto a sus fieles amigos, hacia el reino de los bandoleros muertos que si bien no conocía, era legítimo imaginar lleno de sol, acariciado por un aire de primavera, con largos caminos blancos y sin polvo, que seguramente conducían a milagrosas aventuras. Apoyando la mano izquierda sobre la silla, como si se dispusiera a montar, Gaspar Planetta habló.
-Gracias, muchachos -dijo, tratando de no dejarse dominar por la emoción-. Les juro que... -y se interrumpió al recordar a Pietro, que también transformado en sombra se mantenía apartado, con el embarazo que produce estar entre personas que recién se conoce. -Perdona- le dijo Planetta- Este es un bravo compañero- agregó dirigiéndose a los bandoleros muertos-. Tenía tan sólo diecisiete años. Hubiera sido todo un hombre.
Los bandidos muertos sonrieron y bajaron levemente la cabeza en señal de bienvenida.
Planetta calló y miró a su alrededor, indeciso. ¿Qué debía hacer? ¿Irse con sus compañeros, dejando al muchacho solo? Volvió a dar dos o tres palmadas al caballo, hizo como que tosía y le dijo a Pietro.
-Bien, ¡adelante! ¡Monta en mi caballo! Es justo que te diviertas. ¡Vamos, vamos, nada de historias! -agregó con fingida severidad, viendo que el muchacho no se animaba a aceptar.
-Si realmente quieres... -exclamó Pietro por fin, evidentemente halagado. Y con una agilidad que jamás hubiera supuesto, dada la poca práctica que tenía en materia de equitación, el muchacho saltó sobre la silla.
Los bandoleros agitaron los sombreros, saludando a Gaspare Planetta. Alguno guiñó un ojo, como diciendo "hasta la vista". Todos espolearon los caballos y partieron al galope.
Se alejaron como disparados entre los árboles. Era maravilloso ver cómo se lanzaban en lo más intrincado del bosque y lo atravesaban sin que su marcha se viera entorpecida en ningún momento. Los caballos tenían un galope suave y hermoso de ver. El muchacho y algunos de los bandidos todavía agitaban el sombrero.
Planetta, que había quedado solo, dio una ojeada en torno. Su inútil cuerpo seguía al pie del árbol. Parecía seguir mirando hacia el camino.
El Gran Convoy estaba todavía detenido más allá de la curva y por eso no era visible. En el camino sólo se veían seis o siete soldados de la escolta que miraban en dirección a Planetta. Aunque parezca increíble, habían visto toda la escena: las sombras de los bandidos muertos, los saludos, la cabalgata. Nunca se sabe lo que puede pasar en ciertos días de septiembre, bajo las nubes de tormenta.
Cuando Planetta, que había quedado solo, se volvió, el capitán del pequeño destacamento se dio cuenta que era observado. Entonces se irguió y saludó militarmente, como se saluda entre soldados.
Planetta le devolvió el saludo tocándose el sombrero, con un gesto de familiaridad pero lleno de hidalguía y sonrió. Después se encogió de hombros, por segunda vez en el día. Se apoyó en la pierna izquierda, dio la espalda a los soldados, hundió las manos en los bolsillos y se alejó silbando, sí señor, una marchita militar, en la misma dirección por la que habían desaparecido sus compañeros.
Iba hacia el mundo de los bandoleros muertos, que si bien no conocía, era lícito suponer mejor que éste. Los soldados lo vieron hacerse cada vez más pequeño y diáfano; su aspecto de viejo contrastaba con su paso ágil y rápido, el mismo paso alegre y despreocupado que tienen los muchachos de veinte años, cuando son felices.

"EL COCODRILO" (Felisberto Hernández)


En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.
El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:
-¿Qué quieres?
-¿Está el dueño?
-No hay dueño. La que manda es mi mamá.
-¿Ella no está?
-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
-Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:
-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:
-Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:
-Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:
-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:
-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:
-Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo...
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:
-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:
-¡Ay! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
-Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:
-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...
Intervino el dueño:
-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
-No, con media docena...
-La casa no vende por menos de una...
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.
Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!
Y la voz enferma del gerente le respondió:
-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...
El corredor interrumpió:
-¡Pero a mí no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
-¿Cómo, y quién le ha dicho?
-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
-¿Y por qué?
-¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.
-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
-Venga mañana y hablaremos de eso.
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.
-¿Así que usted llora por gusto?
-Es verdad.
-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
-¿Qué le pasa?
Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...
El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:
-¡Cocodriiilooooo!!
Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:
-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:
-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:
-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:
-Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!"
Por fin vino y me dijo:
-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:
-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:
-Déme de esa última.
Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.
Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:
-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:
-¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:
-Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".
-Es verdad, me gusta.
Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.