"LA LIGA DE LOS ANCIANOS" (Jack London)


En los cuarteles un hombre iba a ser condenado a muerte. Se trataba de un viejo, un nativo del río Pez Blanco, que desemboca en el Yukón debajo del lago Le Barge. Todo Dawson estaba pendiente del asunto, e igualmente los habitantes del Yukón en mil millas a la redonda. Era costumbre de los ladrones de tierras y de aguas anglosajones hacer cumplir su ley a los pueblos conquistados, y frecuentemente esta ley era rigurosa. Pero en el caso de Imber, la ley parecía, por una vez en la vida, inadecuada y débil. En la naturaleza matemática de las cosas, la equidad no residía en el castigo que se le aplicase. El castigo era una conclusión predeterminada, no podía haber duda de ello, y aunque era capital, Imber sólo tenía una vida, mientras que los cargos contra él se contaban por cientos.
De hecho, pesaba sobre sus manos la sangre de tanta gente, que los crímenes atribuidos a él no permitían una enumeración precisa. Fumando una pipa junto al sendero o dormitando frente a la estufa, los hombres hacían estimaciones aproximadas de la gente que había perecido en sus manos. Todos habían sido blancos, esos hombres asesinados, y habían sido matados individualmente, por pares o en grupos. Y estas matanzas habían sido tan inútiles y sin sentido, que durante mucho tiempo constituyeron un misterio para la policía montada, incluso en el tiempo de los capitanes, y también más tarde, cuando se descubrieron los yacimientos y un gobernador vino desde el Dominio para hacer que la tierra pagase por su prosperidad.
Pero todavía más misteriosa fue la llegada de Imber a Dawson para entregarse. Ocurrió al final de la primavera, cuando el Yukón gruñía y se retorcía bajo el hielo: el viejo indio trepó costosamente el terraplén, dejando atrás el sendero del río, y se detuvo en la calle principal. Los hombres que fueron testigos de su aparición afirmaron que estaba débil y tembloroso, y que se arrastró hasta un montón de troncos para chozas y se sentó. Estuvo sentado allí un día entero, contemplando, sin mover la cabeza, la incesante marea de blancos que fluía ante él. Muchas cabezas giraron curiosamente para encontrar su mirada, y se hizo más de una observación relativa al viejo Siwash, que tenía una fisonomía tan extraña. Innumerables hombres recordaron después que les había sorprendido su extraordinaria figura, y desde entonces se enorgullecían de saber discernir rápidamente lo excepcional.
Pero correspondió a Dickensen, al pequeño Dickensen, ser el héroe de la jornada. El pequeño Dickensen había llegado a la región con grandes sueños y unos cuantos ahorros; pero los sueños se habían desvanecido junto con los ahorros, y para pagarse su pasaje de vuelta a los Estados Unidos había aceptado un trabajo subalterno en el negocio de cambio Holbrook y Manson. Al otro lado de la calle donde estaba la oficina de Holbrook y Manson, se alzaba el montón de troncos sobre el que se había sentado Imber. Dickensen lo miró desde la ventana antes de ir a almorzar, y cuando volvió de almorzar, miró de nuevo a través de la ventana, y el viejo Siwash todavía estaba allí.
Dickensen siguió mirando a través de la ventana, y también él se enorgulleció a partir de entonces de su rápido discernimiento. Era un muchacho romántico, y atribuyó la inmovilidad del viejo pagano al genio de la raza Siwash, que observaba con ojos tranquilos las huestes del invasor sajón. Las horas transcurrían, pero Imber no variaba su postura, ni movía un pelo los músculos de su cuerpo, y Dickensen recordó al hombre que un día permaneció sentado sobre un trineo, en la calle principal, por donde transitaban los hombres en todas direcciones. Pensaban que el hombre estaba descansando, pero más tarde, cuando lo tocaron, lo hallaron tieso y frío, congelado hasta la muerte en medio de la calle concurrida. Para enderezarlo de modo que pudiera caber en un ataúd, tuvieron que arrastrarlo hasta una hoguera y deshelarlo un poco. Dickensen tembló al recordarlo.
Más tarde, Dickensen salió a la calle para fumar un puro y tomar el aire; y un poco más tarde, acertó a pasar por allí Emily Travis. Emily Travis era exquisita, delicada y extraña, y se vestía en Londres o Klondike como digna hija de un ingeniero de minas millonario. El pequeño Dickensen depositó su cigarro en el borde exterior de una ventana, donde pudiera encontrarlo de nuevo, y se sacó el sombrero.
Conversaron durante unos diez minutos, hasta que Emily Travis, lanzando una mirada por encima del hombro de Dickensen, emitió un pequeño chillido de terror. Dickensen se dio vuelta para mirar, y quedó a su vez sobrecogido. Imber había cruzado la calle y estaba allí, de pie, como una sombra de aspecto flaco y hambriento, con la mirada fija en la muchacha.
-¿Qué quieres? -preguntó el pequeño Dickensen, con resolución temblorosa.
Imber gruñó y observó a Emily Travis con mirada acechante. La contempló de arriba a abajo, amable y cuidadosamente, sin omitir una sola pulgada de su cuerpo. Parecía especialmente interesado en su pelo sedoso y marrón, y en el color de sus mejillas, pálidamente rosadas y suaves, como la blanda floración de un ala de mariposa. Caminó a su alrededor, observándola con el ojo calculador de un hombre que estudia las líneas de un caballo o de una barca. En el transcurso de su circuito, el lóbulo rosado de la oreja de la muchacha se interpuso entre sus ojos y el sol poniente, y se detuvo a contemplar aquella transparencia. Luego, se colocó ante su rostro y contempló larga y resueltamente sus ojos azules. Gruñó y extendió una mano hasta tocar el brazo de la muchacha entre el hombro y el codo. Con la otra mano, levantó su antebrazo y lo dobló hacia atrás. Desagrado y perplejidad se dibujaron en su rostro, y soltó el brazo de Emily con un gruñido desdeñoso. Entonces murmuró unas cuantas sílabas guturales, dio la espalda a la muchacha y se dirigió a Dickensen.
Dickensen no pudo comprender lo que decía, y Emily Travis se puso a reír. Imber giraba alternativamente hacia uno y hacia otro, con mirada torva, pero ambos sacudían sus cabezas. Estaba a punto de marcharse, cuando Emily gritó:
-¡Oh, Jimmy! ¡Ven aquí!
Jimmy vino desde el otro lado de la calle. Era un indio grande y pesado vestido correctamente a la manera blanca, con un sombrero de rey de Eldorado en su cabeza. Conversó con Imber entrecortadamente, con espasmos en la garganta. Jimmy era un Sitkan, y sólo poseía un conocimiento superficial de los dialectos del interior.
-Él ser un hombre Pez Blanco -dijo a Emily Travis-. Yo no conocer mucho su lengua. El querer ver jefe blanco.
-El gobernador -sugirió Dickensen.
Jimmy conversó un poco más con el Pez Blanco, y su rostro se tomó grave y desconcertado.
-Creo que él querer hablar capitán Alexander -explicó-. El decir haber matado hombres blancos, mujeres blancas, muchachos blancos, haber matado mucha gente blanca. Él querer morir.
-Me parece que está loco -dijo Dickensen.
-¿Cómo llamas a eso? -inquirió Jimmy.
Dickensen aplicó un dedo figurativo a su cabeza y le impartió un movimiento rotativo.
-Quizás, quizás -dijo Jimmy, volviéndose hacia Imber, que todavía pedía por el jefe de los hombres blancos.
Un policía montado (desmontado para el servicio en el Klondike) se unió al grupo y escuchó cómo Imber repetía su deseo. Era un individuo joven y fornido, de anchos hombros y pecho hundido, con las piernas bien formadas y muy separadas, y tan alto que, aunque Imber también lo era, le pasaba media cabeza. Sus ojos eran fríos, grises y firmes, y se comportaba con la confianza peculiar de un poder alimentado por la sangre y la tradición. Su espléndida masculinidad -era un simple chiquillo- y sus mejillas imberbes prometían sonrojarse tan prestamente como las mejillas de una doncella.
Imber se dirigió hacia él inmediatamente. El fuego se agolpó en sus ojos al ver en las mejillas del muchacho una cicatriz producida por un sable. Dejó discurrir su mano arrugada por la pierna del joven y acarició su duro tendón. Golpeó el amplio pecho con sus nudillos, y oprimió y pinchó el pesado peto muscular que cubría sus hombros como una coraza. Al grupo se hablan añadido curiosos transeúntes -mineros fornidos, montañeros y hombres de la frontera, descendientes de los viejos pioneros de largas piernas y anchos hombros. Imber los miró a todos, de uno en uno, y luego habló fuertemente en idioma Pez Blanco.
-¿Qué ha dicho? -preguntó Dickensen.
-Él decir que todos ser iguales, como ese policía -interpretó Jimmy.
El pequeño Dickensen se sintió pequeño, ¿y qué decir de Miss Travis? Dickensen se arrepintió de haber hecho la pregunta.
El policía se compadeció de él e intentó romper la tensión.
-Pienso que quizás haya algo cierto en su historia. Lo llevaré al Capitán para que lo interrogue. Dile que venga conmigo, Jimmy.
Jimmy dio rienda suelta a una nueva serie de espasmos guturales, e Imber gruñó y pareció satisfecho.
-Pero pregúntale lo que dijo, Jimmy, y qué pretendía cuando agarró mi brazo.
Así habló Emily Travis, y Jimmy transmitió la pregunta y recibió la respuesta.
-Él decir tú no tener miedo -dijo Jimmy.
Emily Travis pareció complacida.
-Él decir tú no ser skookum, no ser fuerte, sino muy suave como un pequeño bebé. Él poder romperte en pedazos con sus dos manos. Él pensar que ser muy divertido, muy extraño, cómo tú poder ser madre de hombres tan grandes, tan fuertes, como ese policía.
Emily Travis conservó sus ojos alzados y firmes, pero sus mejillas se tiñeron de escarlata. El pequeño Dickensen se enrojeció y estaba muy embarazado. El rostro del policía brilló con su sangre de muchacho.
-Ven conmigo -dijo ásperamente, empujando con sus hombros a la multitud y abriéndose paso.
Así fue cómo Imber logró llegar hasta el cuartel, donde hizo una confesión completa y voluntaria, y de cuyos recintos nunca más salió.
Imber parecía muy cansado. La fatiga de la desesperación y de la edad se dibujaba en su rostro. Sus hombros colgaban deprimentemente y sus ojos carecían de brillo. Su mata de pelo debería ser blanca, pero el sol y las inclemencias del tiempo la habían quemado y sacudido. de forma que colgaba como algo fláccido, inerte y sin color. No parecía interesarse en lo que ocurría a su alrededor. La audiencia estaba repleta de hombres procedentes de los yacimientos y de los senderos, y había una nota siniestra en los runruneos de sus voces bajas, que llegaban hasta sus oídos como el rugido del mar desde las profundas cavernas.
Estaba sentado cerca de la ventana, y sus ojos apáticos se posaban de vez en cuando en el melancólico paisaje exterior. El cielo estaba completamente cubierto, y caía una llovizna gris. Era la época de las inundaciones en el Yukón. El hielo había desaparecido y el río anegaba la ciudad. Por la calle principal, en canoas y barcas de pértigas, transitaba en todas direcciones el pueblo incansable. A menudo veía a esas barcas doblar la esquina de la calle y entrar en la plaza inundada que marcaba el patio del cuartel. A veces desaparecían bajo él, y las oía chocar contra los troncos de la casa, mientras sus ocupantes trepaban por la ventana. Después venía el chasquido del agua contra las piernas de los hombres, cuando éstos se internaban por la habitación inferior y subían las escaleras. Y luego aparecían en el umbral de la puerta, con sus sombreros quitados y sus botas de agua chorreantes, y se añadían a la multitud expectante.
Y mientras todos ellos centraban sus miradas en él y con torva anticipación celebraban el castigo que tendría que sufrir, Imber los miraba y meditaba sobre sus modos de vida y sobre su ley que nunca dormía, que funcionaba sin cesar, tanto en los buenos tiempos como en los malos, en épocas de inundación y de hambre, en medio de los tumultos, el terror y la muerte, y que funcionaría sin cesar, pensaba él, hasta el fin de los tiempos.
Un hombre dio unos fuertes golpee sobre una mesa, y las conversaciones se ahogaron en el silencio. Imber miró al hombre. Parecía tener autoridad y, sin embargo, Imber intuía que el hombre de cejas cuadradas sentado al fondo de la sala, ante un pupitre, era el jefe de todos ellos, incluido el hombre que había dado los golpes. Otro hombre que ocupaba la misma mesa se levantó y comenzó a leer en voz alta unas hojas de papel. Al comienzo de cada hoja se aclaraba la garganta; al final, se humedecía los dedos. Imber no comprendía su discurso, pero los otros sí lo comprendían, y sabía que les producía enfado. A veces les producía mucho enfado, y en un momento determinado un hombre lo maldijo, en monosílabos, convulsionado y tenso, hasta que uno de los hombres de la mesa dio unos golpes para que se callara.
El hombre leyó durante un período interminable. Su declamación monótona y zumbante le produjo sueño, e Imber estaba soñando profundamente cuando el hombre cesó. Una voz le habló en su propia lengua Pez Blanco, y él se despertó, sin sorpresa, para descubrir el rostro del hijo de su hermana, un joven que se había marchado hacía años para habitar entre los blancos.
-Tú no te acuerdas de mí -dijo a modo de saludo.
-Sí -contestó Imber-. Tú eres Howkan, el que se marchó. Tu madre murió.
-Era ya muy vieja -dijo Howkan.
Pero Imber no lo oía, y Howkan, con la mano en su hombro, lo despertó de nuevo.
-Yo te diré lo que el hombre ha dicho, que es la relación de los males que tú has hecho y que tú mismo contaste, ¡oh, desdichado!, al capitán Alexander. Y tú me escucharás y me dirás si es cierto o no es cierto. Así está mandado.
Howkan había caído entre la gente de la misión, donde le habían enseñado a leer y escribir. En sus manos sostenía las cuartillas que el hombre habla leído en voz alta, las mismas que había redactado un empleado cuando Imber hizo su primera confesión, por boca de Jimmy, ante el capitán Alexander. Howkan comenzó a leer. Imber escuchó durante unos instantes, pero pronto una expresión de asombro se dibujó en su rostro y lo interrumpió abruptamente.
-Éstas son mis palabras, Howkan. Pero salen de tus labios sin que tus oídos la hayan escuchado.
Howkan sonrió con autosuficiencia. Su pelo estaba partido por la mitad.
-No, salen del papel, oh Imber. Nunca las escucharon mis oídos. Salen del papel, a través de mis ojos, hacia mi cabeza, y de mi boca hacia ti. Así salen.
-¿Así salen? ¿Están allí, en el papel? -la voz de Imber se ahogó en un murmullo de espanto, al tiempo que hacía crujir las cuartillas entre sus dedos y observaba los caracteres garabateados en ellas-. Es una gran maravilla, Howkan, y tú eres un productor de encantos.
-No es nada, no es nada -respondió el joven despreocupadamente y con orgullo. Leyó al azar un extracto del documento-: En aquel año, antes de que se rompiera el hielo, llegaron un viejo y un muchacho a quien le faltaba un pie. A éstos también los maté, y el viejo hizo mucho ruido...
-Es cierto -interrumpió Imber sin aliento-. Hizo mucho ruido y tardó mucho en morir. ¿Pero cómo lo sabes, Howkan? ¿Quizás te lo dijo el jefe de los hombres blancos? Nadie me vio, y sólo a él se lo conté.
Howkan movió la cabeza con Impaciencia.
-¿No te he dicho, estúpido, que está en el papel?
Imber observó atentamente la superficie cubierta de garabatos de tinta.
-¿Al igual que el cazador contempla la nieve y dice: "Por aquí pasó ayer un conejo; y aquí, agazapado junto al sauce, permaneció y escuchó, y oyó, y tuvo miedo; y aquí volvió sobre sus pasos; y de aquí partió con gran rapidez, a grandes saltos; y aquí llegó con mayor rapidez y saltos mayores, un lince; y aquí, donde las garras se hunden en la nieve, el lince dio un salto enorme; y aquí le alcanzó, con el conejo y patas arriba; y aquí comienzan los rastros del lince solo, y ya no hay más conejos". Al igual que el cazador contempla las huellas en la nieve y dice esto y aquello y aquí y allí, así tú, también, contemplas el papel y dices esto y aquello, y aquí y allí están las cosas que hizo el viejo Imber?
-En efecto -dijo Howkan-. Y ahora escucha y guarda tu lengua materna entre los dientes hasta que se te llame a declarar.
A partir de este momento, y durante un largo tiempo, Howkan le leyó la confesión, e Imber permanecía meditabundo y silencioso. Al final dijo:
-Son mis palabras y son ciertas, pero me estoy volviendo viejo, Howkan, y ahora me vuelven cosas olvidadas que estaría bien que las supiera aquel hombre de allí, el que manda. En primer lugar, está el hombre que vino de las Montañas de Hielo, con astutas trampas de hierro, a cazar el castor del Pez Blanco. Lo maté también. Y están los tres hombres que buscaban oro a lo largo del Pez Blanco. También los maté y los dejé como pasto para los lobos. Y en los Cinco Dedos había un hombre con una balsa y mucha carne.
En las pausas que Imber hacía para recordar, Howkan traducía y un escribiente reducía sus palabras a escritura. La audiencia escuchaba impasiblemente la relación sin adornos de todas las pequeñas tragedias, hasta que Imber habló de un pelirrojo bizco al que había matado desde una distancia notablemente larga.
-¡Maldición! -dijo un hombre que se hallaba en las primeras filas de los espectadores. Lo dijo conmovedora y afligidamente. Era pelirrojo-. ¡Maldición! -repitió-. Era mi hermaro Bill.
Y a intervalos regulares, a todo lo largo de la sesión, se escuchó en la audiencia su solemne "¡Maldición!"; ni sus camaradas lo refrenaron, ni el hombre de la mesa lo llamó al orden.
La cabeza de Imber se agachó una vez más, y sus ojos se apagaron, como si una membrana se hubiera tendido ante ellos y los ocultara del mundo. Y soñó, como sólo los viejos pueden soñar, en la colosal futilidad de la juventud.
Poco después, Howkan volvió a despertarlo diciendo:
-Levántate, oh Imber. Te ordenan que digas por qué hiciste todos esos males y mataste a esa gente, y por qué al final viniste aquí en busca de la ley.
Imber se puso de pie y, debilitado, comenzó a oscilar hacia adelante y hacia atrás. Empezó su discurso en voz baja y apagadamente ronca, pero Howkan lo interrumpió.
-Este viejo está loco -dijo en inglés al hombre de las cejas cuadradas-. No dice más que disparates, habla como un niño.
-Escucharemos lo que dice aunque hable como un niño -dijo el hombre de las cejas cuadradas-. Y lo escucharemos palabra por palabra, a medida que hable, ¿me entiendes?
Howkan entendió, y los ojos de Imber se iluminaron, pues había presenciado el juego entre el hijo de su hermana y el hombre de la autoridad. Y entonces comenzó la historia, la epopeya de un patriota de piel de bronce para las generaciones venideras. La multitud permaneció sumergida en un extraño silencio, y el juez de las cejas cuadradas apoyó la cabeza en su mano y ponderó su alma y el alma de su raza. Sólo se escuchaban los tonos profundos de Imber, alternándose rítmicamente con la voz chillona del intérprete, y, de vez en cuando, como las campanas del Señor, con el asombrado y meditativo "¡Maldición!" del pelirrojo.
-Yo soy Imber del pueblo Pez Blanco -así discurría la interpretación de Howkan, cuyo inherente barbarismo se iba apoderando de él, y que iba perdiendo la cultura aprendida en la misión y la venerada civilización a medida que asumía el tono y ritmo salvajes de la narración de Imber-. Mi padre fue Otsbaok, un hombre fuerte. La tierra estaba al abrigo del sol y de la alegría cuando yo era un muchacho. La gente no tenía avidez de cosas nuevas, ni prestaba oídos a nuevas voces, y el modo de vida de sus padres era su modo de vida. Las mujeres encontraban favor en los ojos de los jóvenes, y los jóvenes las miraban con satisfacción. Los recién nacidos colgaban de los pechos de las mujeres, y ellas estaban contentas con el aumento de la tribu. Los hombres eran hombres en aquellos tiempos. En la paz y en la prosperidad, en la guerra y en el hambre, eran hombres.
"En aquel tiempo había más peces en el agua que ahora y más carne en el bosque. Nuestros perros eran lobos protegidos por una piel gruesa y resistente al hielo y a la tormenta. E igual que nuestros perros también nosotros éramos resistentes al hielo y a la tormenta. Y cuando los Pellys llegaron a nuestras tierras, los matamos y fueron exterminados. Pues éramos hombres, nosotros, los Pez Blanco, y nuestros padres y los padres de nuestros padres habían luchado contra los Pellys y habían determinado los límites de nuestras tierras.
"Como he dicho, igual que nuestros perros éramos nosotros. Y un día llegó el primer hombre blanco. Se arrastraba así, a gatas, sobre la nieve y su piel estaba muy apretada, y se le veían los huesos debajo. Nunca existió un hombre semejante, pensamos, y nos preguntamos a qué extraña tribu pertenecía, y de qué país procedía. Y estaba débil, absolutamente débil, como un niño pequeño, de modo que le hicimos un lugar junto al fuego, y le entregamos pieles calientes para que se echara sobre ellas, y le dimos alimentos como si se tratara de un niño.
"Y con él iba un perro, tan grande como tres de nuestros perros, y muy débil. El pelo de este perro era corto, y no abrigaba, y su cola se había congelado hasta tal punto que su punta se cayó en pedazos. Y alimentamos a este extraño perro, y lo recostamos junto al fuego, y apartamos de él a nuestros perros, que si no lo habrían matado. Y el hombre y el perro recobraron sus fuerzas con la carne de alce y con el salmón secado al sol; y, al recobrar fuerzas se agrandaron y perdieron miedo. Y el hombre emitió palabras altas y se rió de los viejos y de los jóvenes, y miró descaradamente a nuestras doncellas. Y el perro luchó con nuestros perros, y, a pesar de su pelo corto y de su debilidad, mató a tres de ellos en un día.
"Cuando le preguntamos al hombre por su pueblo, dijo: 'Tengo muchos hermanos', y se rió de un modo que no era bueno. Y cuando ya hubo recobrado todas sus fuerzas, se marchó, y con él marchó Noda, la hija del jefe. Después de esto, una de nuestras perras parió. Y nunca habíamos visto semejante progenie de perros: cabeza grande, gruesas mandíbulas y pelo corto, e inútiles. Recuerdo muy bien a mi padre, Otsbaok, un hombre fuerte. Su rostro se puso negro de cólera ante aquella inutilidad, agarró una piedra, así, y así, y ya no hubo más inutilidad. Y dos veranos después de esto volvió Noda a nuestra tierra con un hijo del hombre en sus brazos.
"Y ese fue el comienzo. Llegó un segundo hombre blanco, con perros de pelo corto, que dejó tras él cuando partió. Y con él partieron seis de nuestros perros más fuertes, por los que dio, en trueque, a Koo-So-Tee, hermano de mi madre, una estupenda pistola que hacía fuego seis veces seguidas con gran rapidez. Y Koo-So-Tee se agrandó con su pistola, y se rió de nuestros arcos y de nuestras flechas. 'Cosas de mujeres', los llamó y salió al encuentro del oso de cara pelada con la pistola en la mano. Ahora sabemos que no es bueno cazar al cara pelada con una pistola, ¿pero cómo lo íbamos a saber? ¿Y cómo lo iba a saber Koo-So-Tee? De modo que salió al encuentro del cara pelada, muy bravo, y disparó su pistola seis veces con gran rapidez; y el cara pelada se limitó a gruñir y a lanzarse sobre su pecho como si fuera un huevo, y esparció los sesos de Koo-So-Tee por el suelo como sí fueran miel de un nido de abeja. Era un buen cazador, y no hubo nadie que trajera carne a su squaw y a sus hijos. Y sentimos amargura, y dijimos: 'Lo que es bueno para el blanco, no es bueno para nosotros'. Y esto es cierto. Los blancos son muchos y gordos, pero su modo de vida nos ha vuelto pocos y delgados.
"Llegó el tercer hombre blanco, repleto de todo tipo de alimentos fantásticos y de cosas. Y nos tomó en trueque veinte de nuestros perros más fuertes. También, a cambio de presentes y grandes promesas, se llevó consigo diez jóvenes cazadores para un viaje por tierras que nadie conocía. Se dijo que murieron en la nieve de las Montañas de Hielo donde nunca ha estado el hombre, o en las Colinas del Silencio que están más allá del borde de la Tierra. Sea lo que fuere, los perros y los jóvenes cazadores no fueron vistos nunca más por el pueblo Pez Blanco.
"Y con los años llegaron más hombres blancos y siempre, a cambio de monedas y de regalos, se llevaban con ellos a los jóvenes. Y a veces los jóvenes volvían contando extrañas historias de peligros y de trabajos fatigosos en las tierras que están más allá de los Pellys, y a veces no volvían. Y nosotros dijimos: 'Si estos hombres blancos no le tienen miedo a la vida, es porque tienen muchas vidas; pero nosotros, los Pez Blanco, somos pocos, y ningún otro joven saldrá de aquí'. Pero los jóvenes partieron; y también partieron las jóvenes; y quedamos muy tristes.
"Es cierto, comimos harina y tocino salado, y bebimos té, lo cual era un gran placer; sólo que, cuando no podíamos obtener té, era una gran contrariedad y nos volvíamos taciturnos y coléricos. Así comenzamos a tener avidez de las cosas que los blancos traían para comerciar. ¡Comercio! ¡Comercio! ¡Todo el tiempo comercio! Un invierno vendimos nuestra carne a cambio de relojes de pared que no marchaban, y de relojes de pulseras con las entrañas rotas, y de limas completamente lisas, y de pistolas sin cartuchos e inútiles. Y entonces sobrevino el hambre, y no teníamos carne, y muchos murieron antes de la llegada de la primavera.
"Ahora nos hemos vuelto débiles, dijimos, y los Pellys caerán sobre nosotros y borrarán los límites de nuestro territorio. Pero lo mismo que ocurría con nosotros ocurría con los Pellys, y estaban demasiado debilitados para venir a pelear con nosotros.
"Por aquel entonces mi padre, Otsbaok, un hombre fuerte, era viejo y muy sabio. Y le habló al jefe, diciendo: 'Mira, nuestros perros ya no valen nada. Ya no tienen un pelaje grueso ni son fuertes, y mueren con la helada y el arnés. Vayamos a la aldea y matémoslos, salvando únicamente a los perros lobos, y a éstos soltémoslos en la noche para que se acoplen con los lobos salvajes del bosque. Así tendremos de nuevo perros resistentes y fuertes'.
"Y sus palabras fueron escuchadas, y nosotros, los Pez Blanco, adquirimos renombre por nuestros perros, que eran los mejores de la región. Pero no éramos conocidos por nosotros mismos. Nuestros jóvenes de uno y otro sexo se habían ido con los blancos deambulando por senderos y ríos hasta lejanas tierras. Y las jóvenes volvían viejas y destrozadas tal como había vuelto Noda, o ya no volvían. Y los jóvenes volvían a sentarse junto a nuestro fuego por un tiempo, llenos de malas palabras y modales groseros, bebiendo malas bebidas y jugando día y noche, siempre con una gran inquietud en sus corazones, hasta que llegaba a ellos la llamada de los blancos y partían de nuevo a tierras desconocidas. Y no tenían honor ni respeto, mofándose de las viejas costumbres y riéndose en la cara del jefe y de los shamanes.
"Como he dicho, nosotros los Pez Blanco nos habíamos vuelto una raza débil. Vendíamos nuestras pieles de abrigo y nuestros forrajes por tabaco y whisky, y por prendas de lino algodón que nos dejaban tiritando en medio del frío. Y la enfermedad de la tos se apoderó de nosotros, y los hombres y las mujeres tosían y transpiraban a lo largo de las noches, y los cazadores escupían sangre sobre la nieve de los senderos. Hoy uno, mañana otro, muchos comenzaron a sangrar abundantemente por la boca y murieron. Y las mujeres parían pocos niños, y los parían muy débiles y propensos a la enfermedad. Y otras enfermedades nos trajeron los blancos, enfermedades que nunca habíamos visto y que no podíamos entender. He oído que a esas enfermedades las llamaban viruela y sarampión, y moríamos de ellas como muere el salmón en los remansos, cuando sus huevos, al caer, pierden el caparazón y no hay razón para que sigan viviendo.
"Y además -y en ello radica lo extraño de todo esto- los blancos llegan como el aliento de la muerte; todos sus caminos conducen a la muerte, sus gargantas están llenas de muerte; y sin embargo no mueren. Suyos son el whisky y el tabaco, y los perros de pelo corto; suyas las múltiples enfermedades, la viruela y el sarampión, la tos y el sangrar por la boca; blanca es su piel, y suave ante el hielo y la tormenta y suyas son las pistolas que hacen fuego seis veces con gran rapidez y que no sirven. Y sin embargo engordan en sus múltiples enfermedades, y prosperan, y extienden una mano pesada sobre todo el mundo, y pisotean poderosamente a los pueblos. Y sus mujeres, a su vez, son suaves como recién nacidos, frágiles, y aunque nunca quebrantadas, y son las madres de los hombres. Y de toda esta suavidad, enfermedad y debilidad, brota la fuerza, el poder y la autoridad. Si son dioses o demonios, no lo sé. ¿Qué puedo saber yo... yo, el viejo Imber de los Pez Blanco? Sólo sé que estos hombres blancos están más allá del entendimiento, y que son los mayores aventureros y luchadores que existen en la tierra.
"Como he dicho, la carne del bosque escaseó más y más. Es cierto, el rifle del blanco es excelente y mata desde muy lejos; pero ¿de qué sirve un rifle si no hay carne que matar? Cuando era un muchacho en el Pez Blanco había alces en todas las colinas, y cada año aparecían innumerables caribús. Pero ahora el cazador puede seguir un rastro diez días y no ver un solo alce, mientras los innumerables caribús ya no aparecen. De poco sirve un rifle, digo yo, que mate desde muy lejos, cuando no hay nada que matar.
"Y yo, Imber, medité en estas cosas, observando, mientras, cómo perecían los Pez Blanco, y los Pellys, y todas las tribus de estas tierras, del mismo modo que perecía la carne del bosque. Medité largo tiempo. Hablé con los shamanes y con los viejos sabios. Me alejé, para que los sonidos de la aldea no me molestaran, y no comí carne para que mi vientre no me pesara ni me adormeciera el ojo y el oído. Estuve sentado largo tiempo sin dormir en el bosque, con los ojos al acecho del signo, y con orejas pacientes y atentas a la palabra que iba a pronunciarse. Y deambulé, solo en la oscuridad de la noche, hasta llegar a la ribera del río, donde gemía el viento y sollozaba el agua, y donde las almas de los viejos shamanes que habitaban en los árboles, de los muertos y de los que se habían ido, me infundieron sabiduría.
"Y al final, como si fuera una visión, se me aparecieron los detestables perros de pelo corto, y el camino a seguir pareció claro. Por la sabiduría de mi padre, Otsbaok, un hombre fuerte, se había conservado limpia la sangre de nuestros perros lobos, y por lo tanto seguían teniendo un pelaje que los abrigaba y eran fuertes en el arnés. De modo que volví a mi aldea e hice un discurso ante los hombres. 'Estos hombres blancos pertenecen a una tribu', dije. 'Una tribu muy grande, y sin duda ya no hay carne en su tierra y han venido a la nuestra para hacerse un nuevo hogar. Pero nos debilitan y morimos. Son gente muy hambrienta. Nuestra carne ya ha desaparecido y, si queremos vivir, lo mejor será que hagamos con ellos lo mismo que hicimos con sus perros'.
"Y todavía hice un discurso más largo, incitando a la lucha. Y los hombres del Pez Blanco escuchaban, y unos decían una cosa, y otros otra, y los de más allá hablaban de cosas inútiles, y nadie habló bravamente de hechos y de guerra. Pero mientras los jóvenes eran débiles como el agua y tenían miedo, me di cuenta de que los viejos permanecían en silencio, y que en sus ojos centelleaba el fuego. Y más tarde, cuando la aldea dormía y nadie se daba cuenta, conduje a los viejos al bosque y seguí mi discurso. Y todos estábamos de acuerdo, pues recordábamos los días felices de la juventud, la tierra libre, las épocas de abundancia, la alegría y la luz del sol; y nos llamamos unos a otros hermanos, y juramos guardar el secreto y limpiar la tierra de esa raza maligna que había llegado. Pueden ahora tacharnos de locos, pero ¿cómo íbamos a saberlo nosotros, los viejos del Pez Blanco?
"Yo, para dar bríos a los otros, fui el primero en actuar. Monté guardia en el Yukón hasta que descendió la primera canoa. En ella iban dos blancos, y cuando me puse en pie sobre la ribera y levanté mi mano, cambiaron de rumbo y se dirigieron hacia mí. Y cuando el hombre que estaba en la proa estiró la cabeza para saber mis intenciones, mi flecha resonó a través del aire hasta incrustarse en su garganta, y las supo. El segundo hombre, que sostenía el remo en la popa, tenía ya el rifle casi en el hombro cuando la primera de mis tres lanzas lo atravesó.
"Estos serán los primeros, dije a los viejos reunidos en torno mío. Más adelante juntaremos a todos los viejos de todas las tribus, y luego a los jóvenes todavía fuertes, y el trabajo resultará más fácil.
"Y entonces arrojamos al río a los dos blancos muertos. Y con la canoa, que era muy buena, hicimos una hoguera, e hicimos una hoguera también con las cosas que había dentro de la canoa. Pero antes examinamos las cosas, y vimos que eran bolsas de piel y las abrimos con nuestros cuchillos. Y dentro de estas bolsas había muchos papeles, como ése que has leído, oh Howkan, llenos de marcas que nos maravillaron y no pudimos comprender. Ahora ya he adquirido sabiduría, y sé que representan las palabras de los hombres tal como dijiste".
Un murmullo y un cuchicheo se extendieron por la audiencia cuando Howkan terminó de explicar el asunto de la canoa, y se escuchó la voz de un hombre:
-Eso fue la pérdida del correo del 91, que traían Peter James y Delaney; Mattews fue el último en hablar con ellos al partir.
El empleado comenzó a hacer garabatos con mano firme, y un nuevo capítulo se añadió a la historia del Norte.‘
-Queda poco por contar -prosiguió Imber lentamente-. En aquel papel están las cosas que hicimos. Éramos viejos y no entendíamos. Yo mismo, Imber, no las entiendo ahora. Matamos secretamente, y continuamos matando, pues con el paso de los años habíamos adquirido experiencia y habíamos aprendido la rapidez de caminar sin prisa. Cuando los blancos se nos acercaban con negras miradas y rudas palabras, y nos arrebataban a seis de nuestros jóvenes sujetándolos con cadenas y reduciéndolos a la impotencia, sabíamos que nuestro deber era seguir matando. Y uno tras otro, nosotros, los viejos, remontábamos el río o descendíamos hacia las tierras desconocidas. Fue una gran hazaña. Éramos viejos y no teníamos miedo, aunque el miedo de las tierras lejanas es un miedo terrible para los hombres que ya son viejos.
"Así fue como matamos, sin prisa y con habilidad. Matamos en el Chilcoot y en el Delta, desde los pasos al mar, en todos los lugares donde los blancos acampaban o abrían senderos. Es cierto, murieron, pero de nada sirvió. Seguían viniendo a través de las montañas, seguían creciendo y creciendo en número, mientras que nosotros, viejos ya, éramos cada vez menos. Recuerdo el campamento de un blanco, junto al Cruce de Caribon. Era un blanco muy pequeño, tres de los viejos cayeron sobre él mientras dormía. Y al día siguiente llegué yo y los encontré a los cuatro. El blanco era el único que todavía respiraba y tuvo aliento suficiente para maldecirme con saña antes de morir.
"Y así ocurría con todos los viejos, hoy con uno, mañana con otro. A veces la noticia nos llegaba mucho después de haber muerto, y a veces no nos llegaba nunca. Y los viejos de las otras tribus estaban débiles y tenían miedo, y no querían unirse a nosotros. Como he dicho, uno tras otro todos murieron, hasta que sólo quedé yo. Yo soy Imber, del pueblo Pez Blanco. Mi padre fue Otsbaok, un hombre fuerte. Ahora ya no quedan Pez Blanco. De los viejos yo soy el último. Los jóvenes de ambos sexos se han marchado, unos a vivir con los Pellys, otros con los Salmons, y la mayoría con los blancos. Ya soy muy viejo y estoy muy cansado, y como era inútil luchar contra la ley, como tú has dicho, Howkan, he venido en busca de la ley.
-Oh Imber, realmente estás loco -dijo Howkan.
Pero Imber estaba soñando. El juez de las cejas cuadradas soñaba igualmente, y ante él se alzaba toda su raza en una poderosa fantasmagoría, su raza calzada de acero, revestida de correos postales, legisladora y creadora del mundo entre las familias de los hombres. La vio amanecer tiñendo el cielo de rojo, sobre los bosques oscuros y los mares sombríos; la vio resplandecer; sangrienta y roja, en un mediodía pleno y triunfante; y vio, bajo la ladera en sombras, cómo las arenas rojas y ensangrentadas se precipitaban en la noche. Y a través de todo ello contempló la ley, despiadada y poderosa, nunca torcida y siempre imperiosa, mayor que las motas de hombres que las cumplían o que eran aplastados por ella, e igualmente mayor que él, cuyo corazón lo inducía a la suavidad.

"UN ARBOL DE NOEL Y UNA BODA" (Fiodor Dostoyevski)


Hace un par de días asistí yo a una boda... Pero no... Antes he de contarles algo relativo a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó mucho... Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.
Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado por completo a mí mismo.
Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se encontraba en aquel baile infantil... Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma-, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.
Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!
Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación, aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé en el florido parterre de la dueña de la casa, que cogía casi todo el aposento.
Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente, dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.
Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.
Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.
"Trescientos..., trescientos... -murmuraba-. Once.... doce..., trece..., dieciséis... ¡Cinco años! Supongamos al cuatro por ciento... Doce por cinco... Sesenta. Bueno; pongamos, en total, al cabo de cinco años... Cuatrocientos. Eso es... Pero él no se ha de contentar con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos... quinientos mil... ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor... Bueno...; y luego, encima, los impuestos... ¡Hum!"
Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había advertido hasta entonces su presencia.
-¿Qué haces aquí, hija mía? -le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una palmadita en las mejillas.
-Estamos jugando...
-¡Ah! ¿Con éste? -y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño-. Mira, niño: mejor estarías en la sala -le dijo.
El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.
-¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? -le preguntó.
-Sí, una muñequita... -repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.
-Una muñeca... Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?
-No... -respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.
-Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala, con los demás niños -y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro. Por lo visto, no querían separarse.
-¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? -tornó a preguntar Yulián Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.
-No.
-Pues para que seas buena y cariñosa.
Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:
-Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así, intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián Mastakóvich se puso furioso.
-¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí -le dijo con muy mal genio al chico-. ¡Vete a la sala! ¡Anda a reunirte con los demás niños!
-¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! -clamó la nena-. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! -añadió casi llorando.
En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro cuarto..., y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde meterse.
-¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!
El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las pantorrillas gordas...; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.
El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.
-¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle... -empezó, señalando al pequeño.
-¡Ah! -replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.
-Es el hijo del aya de mis hijos -continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono comprometedor-, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría medio, Yulián Mastakóvich...?
-¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! -lo interrumpió éste presuroso-. No me lo tome usted a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho... Lo siento mucho, créame; pero...
-¡Lástima! -dijo pensativo el dueño de la casa-. Es un chico muy juicioso y modesto...
-Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante -observó Yulián Mastakóvich con forzada sonrisa-. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros! -le dijo al muchacho, encarándose con él.
Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.
Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura, su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.
-¿Es casado ese señor? -pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián Mastakóvich.
Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus sentimientos.
-No -me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.
***
Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de ***. La muchedumbre que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.
Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto...

"¡Le salió bien la cuenta”, pensé yo, y me salí a la calle.

"LA CASA DE LOS DESEOS" (Rudyard Kipling)


La nueva visitadora de la iglesia acababa de marcharse tras pasar veinte minutos en la casa. Mientras estuvo ella, la señora Ashcroft había hablado con el acento propio de una cocinera anciana, experimentada y con una buena jubilación que había vivido mucho en Londres. Por eso ahora estaba tanto más dispuesta a recuperar su forma de hablar de Sussex, que le resultaba más fácil, cuando llegó en el autobús la señora Fettley, que había recorrido cincuenta kilómetros para verla aquel agradable sábado de marzo. Eran amigas desde la infancia, pero últimamente el destino había hecho que no se pudieran ver sino de tarde en tarde.
Ambas tenían mucho que decirse, y había muchos cabos sueltos que atar desde la última vez, antes de que la señora Fettley, con su bolsa de retazos para hacer una colcha., ocupara el sofá bajo la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol del valle de abajo.
-Casi todos se han apeado en Bush Tye para el partido de hoy -explicó-, de manera que me quedé sola la última legua y media. ¡Anda que no hay baches!
-Pero a ti no te pasa nada -dijo su anfitriona-. Por ti no pasan los años, Liz.
La señora Fettley sonrió e intentó combinar dos retazos a su gusto.
-Sí., y si no ya me habría roto la columna hace veinte años. Seguro que ni te acuerdas cuando me decían que estaba bien fuerte. ¿A que no?
La señora Ashcroft negó lentamente con la cabeza -todo lo hacía lentamente- y siguió cosiendo un forro de arpillera en un cesto de paja para herramientas adornado con cintas de algodón. La señora Fettley siguió cosiendo retazos a la luz primaveral que entraba entre los geranios del alféizar, y ambas se quedaron calladas un rato.
-¿Qué tal es esa nueva visitadora tuya? -preguntó la señora Fettley con un gesto hacia la puerta. Como era muy miope, al entrar casi se había tropezado con aquella señora.
La señora Ashcroft suspendió la gran aguja de coser el forro con un gesto tranquilo antes de pincharla.
-Salvo que no te cuenta nada de lo que pasa por ahí, no tengo nada especial contra ella.
-La nuestra, la de Keyneslade -dijo la señora Fettley- habla sin parar y es muy compasiva, pero no se para a escuchar. Dale que dale, que no la oyes más que a ella.
-Ésta no habla mucho. Yo creo que quiere hacerse de esas monjas protestantes, o algo así.
-La nuestra está casada, pero dicen que como si nada... -la señora Fettley levantó la barbilla huesuda-. ¡Dios mío! ¡Esos malditos altobuses arman un terremoto!
La casita revestida de azulejo tembló al paso de dos autobuses especiales de cuarenta plazas que se dirigían al partido de Bush Tye; detrás de ellos humeaba el autobús «del mercado» de todos los sábados. camino de la capital del condado, y de una de las tabernas abarrotadas salió un cuarto vehículo a sumarse a la procesión, impidiendo el paso de los coches que iban de excursión en sentido opuesto.
-Sigues teniendo la lengua tan larga como siempre, Liz -observó la señora Ashcroft.
-Sólo cuando estoy contigo. El resto del tiempo soy la típica agüelita: tres nietos ya.
Apuesto que ese cesto es para uno de tus nietos, ¿a que sí?
-Es para Arthur, el mayor de mi Jane.
-Pero no trabaja en ninguna parte, ¿verdad?
-No. Es para cuando van de gira.
-Tienes suerte. Mi Willie se pasa la vida pidiéndome dinero para comprar uno de esos arradios que pone la gente en el jardín para oír la música que dan de Londres y todo eso. Y encima se lo doy... ¡Si es que soy tonta!
-Y, ¿a que no te da un beso de gracias después? -la sonrisa de la señora Ashcroft parecía dirigirse a ella misma.
-Y tanto. Los chicos de ahora no se pueden comparar con los de hace cuarenta años. Muchos derechos y nada de obligaciones. ¡Y se lo aguantamos! ¡Si es que somos tontas! ¡Willie me pide tres chelines cada vez!
-Si es que se creen que el dinero crece en los árboles... -dijo la señora Ashcroft.
-Y la semana pasada -siguió la otra- mi hija va y pide un cuarto de libra de tocino al carnicero y va y le dice que se lo corte, que no va ella a molestarse en cortarlo.
-Apuesto que se lo cobró.
-Apuesto que sí. Me dijo que aquella tarde había una sesión de tresillos en la asociación de mujeres y que no iba a molestarse ella en picarlo.
-¡Mira que!
La señora Ashcroft dio los últimos toques al cesto. Apenas había terminado cuando llegó corriendo su nieto de dieciséis años, con una de las tantas muchachas que lo seguían a todas partes, recorrió el sendero del jardín preguntando a voces si ya estaba listo el cesto, lo agarró y se marchó sin dar las gracias. La señora Fettley lo contempló atentamente.
-Van de gira no sé dónde -explicó la señora Ashcroft.
-¡Ah! -dijo la otra entornando los ojos-. Apuesto a que no las deja en paz si le dan una oportunidad. Ahora que lo pienso. ¿a quién demonios me recuerda?
-Tienen que apañárselas por su cuenta... igual que nosotras a su edad -dijo la señora Ashcroft empezando a preparar el té.
- sí que te las apañabas bien, Gracie -dijo la señora Fettley.
-¿De qué hablas ahora?
-No sé... Pero de repente me acuerdo de aquella mujer de Rye... no me acuerdo cómo se llamaba... Barnsley, ¿no?
-Quieres decir Batten... Polly Batten.
-Eso es... Polly Batten. Aquel día que se te echó encima con un tenedor de la paja -era cuando íbamos a la trilla en Smalldene- por quitarle el novio.
-Pero, ¿no me oíste decirle que por mí se lo podía quedar? -la señora Ashcroft tenía la sonrisa y la voz más suaves que nunca.
-Claro, y todos creíamos que te iba a clavar el tenedor en el pecho cuando se lo dijiste.
-No... Polly nunca se pasaba. Era demasiado fuguillas para llegar hasta el final.
-Pues a mí siempre me pareció -dijo la señora Fettley tras una pausa- que lo más tonto del mundo es que dos mujeres se peleen por un hombre. Es como un perro con dos amos.
-A lo mejor. Pero, ¿por qué te acuerdas ahora de todo eso, Liz?
-La cara del chico y la forma de andar. No lo había visto desde que era rapaz. A tu Jane no le vi nada así, pero este chico... este chico. ¡Pero si es como volver a ver a Jim Batten otra vez! ... ¿Eh?
-A lo mejor. Las hay que lo dicen... claro que ellas son estériles.
-¡Ah! ¡Bueno, bueno! ¡Hay que ver, hay que ver! ... Y ya hace años que murió Jim Batten...
-Veintisiete años -respondió brevemente la señora Ashcroft-. ¿Quieres servirlo tú, Liz?
La señora Fettley sirvió las tostadas con mantequilla., el pan de higos, el té hervido, amargo como el pecado., conserva casera de peras y una cola de cerdo hervida, fría, para bajar los bollos. Lo elogió todo cumplidamente.
-Sí., a mí no me gusta maltratar la panza -dijo pensativa la señora Ashcroft-. Sólo se vive una vez.
-Pero., ¿no te sientes pesada a veces? -le sugirió su invitada.
-La enfermera dice que es más fácil que me muera de una indigestión que de la pierna -comentó la señora Ashcroft. que tenía desde hace mucho tiempo una úlcera en el tobillo para la que necesitaba la asistencia constante de la enfermera del pueblo, que presumía (o dejaba que lo hicieran otros por ella) que desde su toma de posesión le había hecho ya ciento tres curas.
-¡Y con lo dispuesta que has sido siempre! Te ha venido todo demasiado pronto. Mira que te he visto empeorar -dijo la señora Fettley en tono verdaderamente afectuoso.
-A todos nos tiene que dar algo alguna vez. Entodavía me queda el corazón -fue la respuesta de la señora Ashcroft.
-Siempre has tenido un corazón que vale por tres. Da gusto recordarlo cuando va una apagándose.
-Bueno, tú también tienes cosas que recordar -contestó la señora Ashcroft.
-Y tanto. Pero no pienso demasiado en esas cosas salvo cuando estoy contigo, Gra. Para recordar no hay como las amistades.
La señora Fettley, con la boca medio abierta. se quedó mirando el calendario de colores de la tienda de comestibles. La casita volvía a retemblar al paso de los automóviles, y el campo de fútbol repleto, al otro lado del jardín, hacía casi tanto ruido como los coches, porque la gente del pueblo estaba entregada a sus diversiones del sábado.

La señora Fettley llevaba un rato hablando con gran precisión y sin interrumpirse, hasta que se secó los ojos.
-Y entonces -concluyó- me leyeron su esquela en los papeles el mes pasado. Claro que ya no era asunto mío... porque hacía tanto tiempo que no le había puesto la vista encima. Claro que no podía decir ni hacer nada. Y tampoco tengo derecho a ir a Eastbourne a ver su tumba. Llevo tiempo pensando en ir un día en el altobús, pero en casa me iban a freír a preguntas. De manera que ya no me queda ni eso para consolarme.
-¿Pero has tenido tus satisfacciones?
-¡Y tanto que sí! Los cuatro años que trabajó en el tren cerca de casa. Y los otros maquinistas le hicieron un funeral muy güeno.
-Entonces no puedes quejarte. ¿Otra taza de té?
Al ir bajando el sol, la luz y el aire habían ido cambiando, y las dos ancianas cerraron la puerta de la cocina para que no entrase el fresco. Se veía a un par de arrendajos que piaban y revoloteaban en los dos manzanos del jardín. Ahora le tocaba hablar a la señora Ashcroft, que tenía los codos puestos en la mesita del té y la pierna enferma apoyada en un taburete...
-¡Nunca lo hubiera creído! ¿Y qué dijo tu marido de todo eso? -preguntó la señora Fettley cuando cesó el relato hecho en voz grave.
-Dijo que por él podía irme donde me diera la gana. Pero como estaba en cama dije que lo cuidaría. Ya sabía él que no iba a aprovecharme mientras estuviera así de malo. Duró ocho o nueve semanas. Entonces le dio corno un ataque y se quedó varios días quieto como una piedra. Entonces un día se levanta en la cama y va y dice: «Reza para que ningún hombre te trate como me has tratado tú a mí.» Y yo digo: «¿Y tú?» Porque ya sabes , Liz, cómo era él con las mujeres. «Los dos», dice él, «pero yo me estoy muriendo y veo lo que te va a pasar». Se murió un domingo y lo enterramos el jueves... Y mira que lo había querido yo... antes o... no sé.
-No me lo habías dicho nunca -aventuró la señora Fettley.
-Te lo digo por lo que acabas de decirme tú. Cuando se murió escribí para decir que ya estaba libre a aquella señora Marshall de Londres... con la que empecé de pincha de cocina hace... ¡tantos anos, Dios mío! Se alegró mucho, porque ellos se estaban haciendo viejos y yo ya sabía sus mañas. ¿Te acuerdas, Liz, que de vez en cuando me ponía a servir hace años... cuando necesitábamos dinero o mi marido... no estaba en casa?
-Es verdad que pasó seis meses en la cárcel de Chichester, ¿no? -murmuró la señora Fettley-. Nunca supimos bien lo que había pasado.
-Podía haber sido más, pero el otro no murió.
-No tuvo que ver contigo, ¿verdad, Gra?
-¡No! Aquella vez fue por la mujer del otro. Y entonces, cuando se murió mi hombre, volví a ponerme a servir con los Marshall, de cocinera, a comer como los señores y a que todos me llamaran señora Ashcroft. Fue el año que te marchaste tú a Portsmouth.
-A Cosham -corrigió la señora Fettley-. Entonces estaban construyendo bastante allí. Primero se fue mi marido y alquiló un cuarto, y después me fui yo.
-Bueno, pues me pasé un año o así en Londres y fue como un suspiro, con cuatro comidas al día y una vida de lo más tranquila. Entonces, hacia el otoño, se fueron los dos de viaje, a Francia o algo así, y me dijeron que volviera yo después, porque no podían pasarse sin mí. Puse la casa en orden para la guardesa y después me vine aquí con mi hermana Bessie, con todos los meses pagados y todo el mundo contento de volver a verme.
-Eso debió ser cuando yo estaba en Cosham -dijo la señora Fettley.
-Te acordarás, Liz, que en aquellos tiempos la gente no andaba con aquellos orgullos tontos, igual que no había cines ni campeonatos de tresillos. Fueses hombre o mujer, tomabas cualquier trabajo que te dieran un chelín. ¿No es verdad? Yo estaba agotada después de Londres, y creí que el aire del campo me sentaría. Así que me quedé en Smalldene y echaba una mano cuando había que sacar las patatas tempranas o matar gallinas... Todo eso. ¡Anda. que no se hubieran reído de mí en Londres si me hubieran visto con botas de hombre y las enaguas remangadas!
-¿Y te pintó bien? -preguntó la señora Fettley.
-La verdad es que no fui allí por eso. Tú sabes tan bien corno yo que las cosas nunca pasan hasta que han pasado. El corazón no te advierte de nada cuando te va a pasar algo hasta que ya te ha pasado. No nos enteramos de las cosas hasta que ya han pasado.
-¿Quién fue?
-'Arrv Mockler -dijo la señora Ashcroft, al mismo tiempo que hacía una mueca. Le dolía la pierna enferma.
-¿'Arry? ¡El hijo de Bert Mockler! ;Y yo nunca me lo malicié!
La señora Ashcroft asintió:
-Y yo me decía, y me lo creía, que lo que pasaba era que me gustaba trabajar en el campo.
-¿Y cómo fue?
-Lo de siempre. Al principio, estupendo... y después peor que nada. Debí haberme dado cuenta, porque tuve advertencias de sobra, pero no les hice caso. Porque una vez estábamos quemando basura, justo cuando estábamos empezando a conocernos bien. Era un poco demasiado pronto para quemarla, y se lo dije. «¡No!», va y dice él, «cuanto antes acabemos con esta porquería, mejor», dice. Tenía un gesto muy duro cuando me dijo eso. Entonces me di cuenta. de que me había encontrado con un hombre de verdad, que nunca me había pasado antes. Siempre había mandado yo.
¡Sí, es verdad! O mandas tú o mandan ellos -suspiró la otra-. A mí me gustan las cosas como deben ser.
-A mí no, pero a 'Arry sí... Por entonces tenía yo que volverme a Londres. Me resultó imposible. ¡Lo juro! Conque fui y un lunes por la mañana me eché un chorro de agua hirviendo en el brazo izquierdo y en la mano. Así me podía quedar allí otros quince días.
-¿Y valió la pena? -preguntó la señora Fettley, contemplando la cicatriz blanquecina en el antebrazo arrugado de la señora Ashcroft.
Ésta asintió:
-Y después nos las arreglarnos entre los dos para que él pudiera venir a Londres a buscar trabajo en unas cocheras cerca de donde estaba yo. Y se lo dieron. Ya me encargué yo. Su madre nunca se malició nada. Él se vino a Londres y ahí vivimos los dos, a menos de un kilómetro de distancia.
-Pero le pagarías el viaje tú... -dijo la señora Fettley, convencida de ello.
La señora Ashcroft volvió a asentir:
-Para él todo me parecía poco. Era mi hombre. ¡Ay, Dios mío! ¡Lo que nos reíamos cuando salíamos de paseo por aquellas calles adoquinadas al atardecer, aunque a mí me dolían los callos con aquellas botitas! Nunca lo había pasado así de bien. ¡Nunca en mi vida! ¡Y él tampoco!
La señora Fettley echó una risita de solidaridad.
-¿Y cómo fue que acabaron? -preguntó.
-Cuando me lo devolvió todo, hasta el último penique. Entonces lo comprendí, pero no quería comprenderlo. «Has sido muy amable conmigo», va y me dice. Y yo le digo: «¡Amable! ¿Me dices eso a mí?» Pero él va y me sigue diciendo lo buena que he sido con él y que nunca en la vida lo va a olvidar. Estuve sin creérmelo dos o tres días, porque no quería creérmelo. Entonces va y me dice que no estaba contento con su trabajo en la cochera, y que los otros están abusando de él, y todas esas mentiras que cuentan los hombres cuando van a dejarla a una. Lo dejé que hablara todo lo que quisiera, sin ayudarlo ni discutirle. Cuando acabó de hablar me quité un broche que me había regalado y le digo: «Vale. No te pido nada.» Y me di la güelta y me marché a sufrir a solas. Y él no insistió. Desde entonces no vino a verme ni me escribió. Se golvió otra vez a casa con su madre.
-¿Y estuviste mucho tiempo esperando a que volviera? -preguntó implacable la señora Fettley.
-¡Y tanto!... ¡Y tanto! Cuando pasaba por las calles por las que habíamos ido juntos, me creía que hasta las piedras decían su nombre.
-Sí -dijo la señora Fettley-. Yo creo que eso hace más daño que nada en el mundo. ¿Y no pasó nada más?
-No, nada. Eso es lo más raro de todo, aunque te parezca mentira, Liz.
-Te creo. Te apuesto que a estas alturas no vas a decir una mentira.
-Y tanto... Y sufrí como no se lo deseo a mi peor enemigo. ¡Dios mío! ¡Aquella primavera fue un infierno! Primero fueron los dolores de cabeza, que nunca había tenido en toda la vida. ¡Imagínate, yo con dolores de cabeza! Pero al final los prefería. Así no podía pensar...
-Es como el dolor de muelas -comentó la señora Fettley-. Tiene que doler y doler hasta que ya no se puede soportar mas... y entonces ya no queda nada.
-A mí me quedó bastante para toda la vida. Todo pasó por la muchacha de la señora de la limpieza. Se llamaba Sophy Ellis. Era todo ojos y codos y siempre tenía hambre. Yo le daba de comer. A veces no le hacía ni caso, y desde luego ni la miraba cuando pasó lo mío con 'Arry. Pero ya sabes lo que pasa a veces con las rapazas. Me cogió un cariño loco, y todo el tiempo me hacía arrumacos, y yo no tenía coraje para echarla... Una tarde, me acuerdo que era al principio de la primavera, su madre la había mandado a ver si podía sacarnos algo de comer. Yo estaba sentada al hado de la chimenea, con el mandil puesto por la cabeza, medio loca del dolor de cabeza, cuando va y entra la Sophy. Creo que le dije que me dejara en paz. «¡Anda!» va y dice «¿No es más que eso? ¡Eso se lo quito yo en medio minuto!» Le dije que no me pusiera un dedo encima, porque creí que me iba a acariciar la frente... que a mí no me gustan esas cosas. «No la voy a tocar», va y dice, y vuelve a salir. No hacía ni diez minutos que ya se había ido cuando de pronto se me pasa el dolor de cabeza. Conque me puse a la faena. Pasa un rato y vuelve la Sophy y se sienta en mi silla, más callada que un muerto. Tenía unas ojeras asina de grandes y la cara toda consumida. Le pregunté qué le pasaba. Y va y dice: «Nada. Ahora lo tengo yo.» «Que tienes qué», digo yo. «Su dolor de cabeza», dice ella, toda ronca y apretando los labios. «Se lo he quitado.» Y yo le digo: «Bobadas; se me ha ido solo mientras tú andabas por ahí. Quédate ahí mientras te hago una taza de té.» «Eso no vale», dice ella. «Tiene que durarme lo mismo que a usted. ¿Cuánto tiempo le duran a usted los dolores de cabeza?» «No digas bobadas», le digo yo, «o mando a buscar al médico», porque parecía que tenía un ataque de anginas. «Ay, señora Ashcroft », dice ella, estirando los bracitos, «la quiero tanto». Entonces no pude decir nada. Me la senté en el halda y le hice cariños. «¿Se le ha pasado de verdad?», me dice. «Sí, le digo. «y si eres tú la que me lo has quitado, te lo agradezco de verdad». «Claro que he sido yo», dice y me pone la cabeza en la mejilla. «Yo soy la única que sabe de esas cosas.» Y entomices va y me dice que ha cambiado mi dolor de cabeza por el suyo en una Casa de los Deseos.
-¿Qué? -dijo la señora Fettley, muy extrañada.
-Una Casa de los Deseos. ¡No! Yo tampoco había oído hablar de nada por el estilo. Al principio no entendí nada, pero cuando me lo fue explicando vi que una Casa de los Deseos tenía que ser una casa deshabitá, sin naide desde hacía mucho tiempo, para que viniera alguien a habitarla. Dijo que se lo había dicho una rapaza con la que jugaba en los establos donde trabajaba 'Arry. Dijo que la chica andaba con unos que venían en una caravana a pasarse los inviernos en Londres. Gitanos, digo yo.
-¡Aaah! Los gitanos saben muchas cosas, pero yo nunca había oído hablar de una Casa de los Deseos, y eso que he oído decir... tantas cosas -dijo la señora Fettley.
-Sophy dijo que había una Casa de los Deseos en Wadloes Road, unas manzanas más allá, camino de la tienda de comestibles donde comprábamos nosotros. No había más que llamar a la puerta y echar el deseo por la raja del buzón. Le pregunté si eran las hadas. Y va y me dice: «¿Pero no sabe usted que en las Casas de los Deseos no hay hadas? No hay más que un trasgo.»
-¡Díos mío de mi vida! ¿Dónde aprendió esa palabra? -exclamó la señora Fettley, porque en Sussex los trasgos son espíritus de los muertos o, lo que es todavía peor, de los vivos.
-Me dijo que se lo había dicho la chica de la caravana. Y, la verdad, Liz, aquello me dio miedo, y como la tenía en brazos, debe haberlo sentido, y la apreté fuerte y le digo:
«Eres muy amable de haberme quitado el dolor de cabeza, pero ¿por qué no te deseaste algo muy bonito para ti?» Y va y me dice: «No dejan. En la Casa de los Deseos lo único que te dejan es desear que si a alguien le pasa algo malo se te pase a ti. Cuando madre me trata bien, le quito los dolores de cabeza, pero es la primera vez que puedo hacer algo por usted. La quiero tanto, señora Ashcroft.» Y va y sigue diciendo cosas por el estilo. Te aseguro, Liz, que de oírla hablar se me pusieron los pelos de punta. Le pregunté lo que era un trasgo y va y me dice: «No sé, pero cuando tocas el timbre oyes que viene corriendo del sótano y sube la escalera hasta la puerta. Entonces dices lo que deseas y te largas». Y yo digo: «¿El trasgo no te abre la puerta?» «¡Ni hablar!», dice ella. «No oyes más que unas risitas detrás de la puerta. Entonces dices lo que le quieres quitar a alguien al que quieres mucho y te lo pasa a ti», dice. No le pregunté nada más; la rapaza estaba demasiado cansada y tenía mucha calentura. La estuve haciendo arrumacos hasta que llegó la hora de encender el gas, y poco después se le pasó el dolor de cabeza, que debía de ser el mío, y se puso a jugar con el gato.
-¡Qué cosas! -dijo la señora Fettley-. Y, ¿le volviste a preguntar algo?
-Ella quería seguir hablando de aquello, pero yo no estaba dispuesta a hablar de esas cosas con una niña.
-Y entonces, ¿qué hicistes?
-Cuando me venían los dolores de cabeza me quedaba sentada en mi habitación, detrás de la cocina. Pero no me se olvidó.
-Claro. Y, ¿te volvió a hablar de eso?
-No. Además, no sabía nada más que lo que le había contado la gitanilla, sólo que aquel encantamiento valía. Y después -aquello fue en mayo- me pasé el verano en Londres. Fueron semanas y semana’s de mucho calor y con viento, y con las calles que apestaban a boñigas secas de caballo que el viento se llevaba de un lado para otro y se amontonaban en las aceras. Ahora ya no pasa eso. Tenía vacaciones justo antes de la recogida del lúpulo, y vine aquí a pasarlas con Bessie otra vez. Se dio cuenta que había adelgazado y que tenía ojeras.
-Y, ¿viste a 'Arry?
La señora Ashcroft asintió:
-Al cuarto... no, al quinto día. Un miércoles, fue. Yo sabía que había vuelto a trabajar a Smalldene. Le pregunté a su madre en la calle, con todo descaro. No pudo decirme mucho, porque estaba la Bessie y ya sabes lo que habla, y aquel día no paraba. Pero aquel miércoles había yo sacado a uno de los chicos de la Bessie que se me colgaba de las sayas, y cuando íbamos por la trasera de Chanter’s Tot sentí que venía él por el sendero detrás de mí y por la manera de andar sentí que había cambiado en algo. Empecé a andar más despacio y sentí que él también. Entonces me paré un rato con el crío, para hacer que se me adelantara él. Y entonces tuvo que pasarme. Y va y no me dice más que: «Buenas», y sigue su camino, tratando de hacer corno si no le pasara nada.
-¿Estaba bebido? -preguntó la señora Fettley.
-¡Ni hablar! Estaba como encogido y pálido, y le colgaba la ropa como si fuera un espantapájaros, y tenía la nuca blanca como el papel. Tuve que agarrarme para no abrir los brazos y llamarle. Pero tuve que tragar saliva hasta volver a casa y dejar a todos los críos en la cama. Y entonces, después de la cena voy y le digo a la Bessie: «¿Qué demonios le ha pasado a 'Arry Mockler?» Y la Bessie va y me dice que se ha pasado dos meses en el hospital porque se ha cortado el pie con una pala cuando estaba vaciando el estanque de Smalldene. El barro estaba infestado y se le subió la infección por toda la pierna y luego por todo el cuerpo. No llevaba más que quince días de vuelta a su trabajo de carretero en Smalldene. La Bessie me dijo que el doctor había dicho que probablemente no aguantaría las primeras heladas de noviembre, y que su madre le había dicho que no comía ni dormía bien y que dejaba la cama empapada, aunque durmiera sin mantas. Y que escupía que daba miedo por las mañanas. «Hay que ver», digo yo, «qué pena. Pero a lo mejor con la recogida del lúpulo se pone güeno», y me traigo la costura y voy y enhebro la aguja a la luz de la lámpara, sin hacer ni un gesto. Aquella noche (me había puesto a dormir en el cuarto de la colada) me la pasé llorando. Y ya sabes tú, que me has acompañado en los partos, que para que llore yo tengo que estar muy a las malas.
-Sí, pero un parto no es más que dolor -dijo la señora Fettley.
-Me desperté con el canto del gallo y me puse té frío en los ojos para que no me se notara. Y aquella tarde, cuando salía a poner unas flores en la tumba de mi hombre, para que no comentaran, me encontré con 'Arry donde está ahora el Monumento a los Caídos. Volvía de donde sus caballos, así que no podía verme. Le miro de arriba abajo y le digo: «'Arry, vente a descansar a Londres.» «No pienso», dice, «porque yo no puedo darte nada». Y yo le digo: «No te pido nada. ¡Por Dios que no te pido nada! Sólo que vengas a ver a un médico en Londres.» Y levanta los ojos cargados para mirarme y me dice: «No hay nada que hacer, Gra. No me quedan más que unos meses.» «¡Pero si tú eres mi hombre!», le digo. Y no pude decir nada más. Se me atragantaban las palabras. «Muchas gracias, Gra», dice (pero nunca me dijo que yo era su mujer), y sigue su camino y su madre, maldita sea, le estaba esperando, y cuando entró él en casa candó la puerta.
La señora Fettley alargó un brazo por encima de la mesa, como para tocar en la muñeca a la señora Ashcroft, pero ésta retiró el brazo.
-Así que seguí hasta el cementerio con mis flores y me acordé de lo que me había dicho mi marido aquella noche. Era verdad que se estaba muriendo y había pasado lo que había dicho él. Pero cuando estaba poniendo las plantas en su tumba me di cuenta que sí había algo que podía hacer yo por 'Arry. Diga lo que diga el doctor, pensé que podía intentarlo. Y fui y lo intenté. Aquella mañana llegó una cuenta de nuestra tienda de. Londres. La señora Marshall me había dejado dinero para esas cosas, claro, pero yo le dije a la Bessie que era que tenía que ir a abrir la casa. Y me fui en el tren de la tarde.
-¡Ah! Pero, ¿no te daba... no te daba miedo?
-¿Por qué? No me quedaba ya nada más que mi vergüenza y la crueldad de Dios. Ya me había quedado sin 'Arry para siempre. ¿no? Sabía que iba a seguir ardiendo hasta quedarme consumida.
-¡Pobrecita! -dijo la señora Fettley, volviendo a alargar el brazo, y esta vez la señora Ashcroft permitió que le tocara la muñeca.
-Pero me alegraba saber que por lo menos podría tratar de hacer algo por él. Y entonces fui y pagué la cuenta de la tienda y me metí el recibo en el bolso y fui a la casa de la señora Ellis, que era la que venía a hacer la limpieza, y le pedí las llaves y fui a abrir la casa. Primero me hice la cama (¡Dios mío! ¡Dormir en mi propia cama!). Después me hice una taza de té y me quedé sentada en la cocina, pensando todo el rato hasta el atardecer. Casi era de noche cuando me vestí y salí con el recibo y el bolso, haciendo como que estaba buscando unas señas. La casa era el número 14 de Waldoes Road, y era una de esas casitas con la cocina en el sótano, de esas casitas todas pegadas unas a otras con un jardincito delante y una valla, y había veinte o treinta iguales. Tenía la pintura de la puerta agrietada y hacía años que no la habían pintado. En la calle no había casi gente; sólo gatos. ¡Y qué calor! Voy a la puerta de lo más natural, subo las escaleras y voy y toco al timbre. Sonó muy fuerte, como pasa siempre en las casas vacías... Cuando dejó de sonar oí como si retirasen una silla en la cocina. Después oí unas pisadas en la escalera de la cocina, como si fuera una mujer bien fuerte en zapatillas. Iban subiendo por la escalera hasta llegar al vestíbulo... oí cómo chirriaban los escalones... y se pararon delante de la puerta. Me inclino hacia la raja del buzón y digo: «Que me caiga a mí encima todo lo que le está pasando a mi hombre, 'Arry Mockler, porque le quiero.» Y entonces, lo que fuese que estaba al otro lado de la puerta dejó escapar el aliento, como si hubiera estado un rato sin respirar para oír mejor.
-Y, ¿no te dijo nada? -preguntó la señora Fettley.
-Nada. No hizo más soltar el aliento, como si dijera: A-ah. Después golvieron a sonar las pisadas que golvían a bajar a la cocina, corno si arrastrase los pies... y sentí que golvían a arrastrar la silla.
-¿Y todo ese tiempo tú estabas en la puerta, Gra?
La señora Ashcroft asintió.
-Entonces me fui y me crucé con un hombre que va y me dice: «¿No sabía usted que esa casa estaba vacía?» «No», le digo yo. «Deben de haberme dado mal el número.» Y me golví a nuestra casa y me acosté, porque ya no podía más. Hacía tanto calor que casi no se podía dormir, y me estuve dando paseos por la habitación, y durmiendo a ratos, hasta el amanecer. Entonces me fui a la cocina a hacerme el té y me di un golpe justo encima del tobillo con una de las tenazas de la cocina que la señora Ellis había sacado de su sitio la última vez que había ido a limpiar. Y después de eso me puse a esperar hasta que los Marshall golvieran de vacaciones.
-¿Tú sola? ¿Y no te daban ya miedo las casas vacías? -preguntó horrorizada la señora Fettley.
-Güeno, la señora Ellis y Sophy empezaron a venir en cuanto que se enteraron que había vuelto yo, y entre las tres golvimos a limpiar la casa de arriba abajo. En todas las casas siempre queda algo que hacer. Y así me pasé todo el otoño y el invierno, allá en Londres.
-¿Y no pasó nada con lo que habías hecho?
La señora Ashcroft sonrió:
-No. Entonces no. En noviembre le mandé diez chelines a la Bessie.
-Siempre has sido muy generosa -interrumpió la señora Fettley.
-Y recibí lo que esperaba, con todas las demás noticias. Me decía que con la recogida del lúpulo él se había puesto estupendo. Había estado en la recogida seis semanas y ahora estaba otra vez en Smalldene, con los caballos. A mí no me importaba cómo había sido eso, con tal que estuviera bien. Pero no creas que mis diez chelines sirvieron para tranquilizarme mucho. Si 'Arry se hubiera muerto, entonces sería mío hasta el Día del Juicio. Pero 'Arry vivo, seguro que iba a liarse con alguna en cuanto pudiera. Aquello me tenía cabreada. Y cuando llegó la primavera me empezó a fastidiar otra cosa. Me había salido una especie de divieso con mucha pus en la pierna, justo encima de la bota y no se me cerraba nunca. Me daba asco mirarlo. porque yo he sido siempre de piel muy fuerte. Ya me pueden dar un hachazo, que en seguida se cierra la herida, como quien cava la tierra. Entonces la señora Marshall hizo que me viniera a ver su propio doctor. El doctor me dijo que tendría que haberle consultado mucho antes, en lugar de llevar meses vendándomelo con una media de color. Me dijo que en el trabajo me pasaba demasiado tiempo de pie, porque el divieso estaba al lado de una vena hinchada, por detrás del tobillo. Y va y me dice: «Va a tardar en quitársele tanto como tardó en ponérsele así. Ponga la pierna en alto y descánsela», dice, «y pronto se le pasará. Más vale que no cierre en seguida. Tiene usted la pierna muy fuerte, señora Ashcroft». Y va y me pone unas hilas húmedas.
-Hizo bien -dijo convencida la señora Fettley-. A las heridas que supuran se les ponen hilas húmedas. Se tragan la pus, igual que la mecha de la lámpara se traga el aceite.
-Es verdad. Y ha señora Marshall se pasaba el rato haciéndome pasar más tiempo sentada y casi se me cerró. Y después me hicieron venir con la Bessie para acabar de curarme, porque no soy de las que les gusta estar sentada cuando hay algo que hacer. Entonces era cuando golviste tú al pueblo, Liz.
-Sí. pero la verdad es que no me sospechaba nada.
-Yo no quería que sospecharas nada -sonrió la señora Ashcroft-. Vi a 'Arry dos o tres veces por la calle y estaba estupendo; había engordado y estaba curado del todo. Entonces, un día ya no le vi y su madre me dijo que uno de los caballos le había dado una coz en la cadera. Estaba en cama, con muchos dolores. Y la Bessie va y le dice a su madre que era una pena que 'Arry no estuviera casado para que su mujer se encargara de cuidarle. ¡Cómo se puso la vieja! Nos dijo que 'Arry no había mirado a una mujer en toda su vida, y que mientras ella viviera le cuidaría sin parar. Y por eso me di cuenta de que le vigilaría como un perro, y encima sin pedir ni un hueso.
La señora Fettley reía en silencio.
-Aquel día -continuó la señora Ashcroft- estuve todo el tiempo sin dormir, y vi cómo iba y venía el doctor porque creían que también le había dado en las costillas. Eso hizo que me se volviera a reventar el grano y me saliera toda la pus. Pero resultó que 'Arry no tenía nada en has costillas, y pasó bien la noche. Cuando me enteré, a la mañana siguiente, me digo: «Todavía no voy a pensar nada. No voy a descansar la pierna en toda la semana, a ver qué pasa.» Aquel día no me dolió, era más bien como si me fuera quedando sin fuerzas, y 'Arry volvió a pasar bien la noche. Entonces seguí igual, pero no me atreví a pensar nada hasta el fin de semana, que 'Arry volvió a levantarse, casi corno si nada, sin heridas por dentro ni por fuera. Casi me puse de rodillas en el lavadero cuando salió la Bessie a la calle, y digo: «Ahí te tengo, muchacho. Todo lo güeno que te pase hasta que yo me muera te vendrá de mí, aunque tú no lo sepas. ¡Dios mío, haz que viva mucho tiempo, por el bien de 'Arry!», digo. Y creo que aquello me alivió los dolores.
-¿Para siempre? -preguntó ha señora Fettley.
-Han vuelto muchas veces, pero por fuertes que fueran, yo sabía que era por él. Lo sabía. Fui y me puse a controlar los dolores, igual que se controla una cocina, hasta que aprendí a tenerlos cuando quería yo. Y aquello también era muy raro, Liz. Había .veces que el grano se encogía y se secaba. Al principio yo hacía todo lo posible para que me golviera, porque me daba miedo dejar a 'Arry demasiado tiempo solo por si le pasaba algo. Y después comprendí que aquello era porque estaba bien y así fue cómo me salvé.
-¿Cuánto tiempo? -preguntó la señora Fettley, interesadísima.
-A veces me he pasado casi un año sin que se viera más que la punta del granito. Estaba seco y chiquitísimo. Luego se volvía a inflamar, como un aviso, y me dolía. Cuando ya no podía más, porque tenía que seguir haciendo mi trabajo de Londres, ponía la pierna en una silla hasta que se aliviaba. Pero tardaba su tiempo. Entonces sabía, por aquella sensación, que a 'Arry le pasaba algo. Y le mandaba cinco chelines a la Bessie, o les mandaba algo a los niños, para enterarme de si a lo mejor es que le pasaba algo porque yo me había descuidado. ¡Y eso era! Año tras año conseguí cuidar de él, Liz, y todo lo güeno que le pasó fue gracias a mí... años y años.
-Pero, ¿de qué te valió todo eso a ti, Gra? -casi sollozó la señora Fettley-. ¿Le veías mucho?
-A veces, cuando me venía a pasar aquí las fiestas. Y cuando me vine aquí para siempre, más. Pero nunca me ha hecho caso, ni a mí ni a ninguna otra mujer, más que a su madre. ¡Cómo le vigilaba yo! Y ella también.
-¡Tantos años! -dijo la señora Fettley-. Y, ¿dónde trabaja ahora?
-Hace mucho que dejó lo de los caballos. Ahora trabaja en una de esas casas grandes de tractores, de esas que también hacen arados y algunos camiones. Me han dicho que hay veces que los lleva hasta Gales. Para las fiestas viene a ver a su madre, pero ahora hay veces que me paso semanas sin verle. ¡Me da igual! Con su trabajo, nunca se puede quedar mucho tiempo en el mismo sitio.
-Pero, es un decir, suponte que 'Arry fuera y se casara -dijo la señora Fettley. La señora Ashcroft dio un respingo entre los dientes, iguales y sin puentes.
-Nunca se me ha ocurrido eso -respondió-. Supongo que se me tendrían en cuenta todos mis dolores. ¿No, Liz?
-Es lo que debería pasar, hija. Es lo que debería pasar.
-La verdad es que a veces duele mucho. Ya verás cuando venga la enfermera. Se cree que no me he enterado de lo que es.
La señora Fettley comprendió. La naturaleza humana raras veces se permite pronunciar la palabra «cáncer».
-¿Estás totalmente segura, Gra? -pregunto.
-Ya estaba segura cuando el señor Marshall me mandó a subir a su estudio y me estuvo hablando un rato largo de que había sido una sirvienta muy fiel y les había servido mucho tiempo, pero no el suficiente para que me dieran una pensión. Pero me pasarían una cantidad semanal. Ya sabía yo lo que significaba eso... y ya hace tres anos.
-Eso no demuestra nada, Gra.
-¿Pasarle 15 chelines a la semana a una mujer que lógicamente tenía veinte años de vida por delante? ¡Claro que sí!
-¡Te equivocas, te equivocas! -insistió la señora Fettley.
-Liz, no me puedo equivocar cuando los bordes están todos dados la vuelta, como... como un cuello de camisa arrugado. Ya lo verás. Y además, yo amortajé a Dora Wickwood. A ella le había dado debajo del sobaco.
La señora Fettley se quedó pensativa un rato e inclinó la cabeza como rindiéndose.
-¿Cuánto tiempo crees que te queda a partir de ahora, hija?
-Igual que tardó en venir, tardará en irse. Pero si no te veo antes de la próxima recogida del lúpulo, ésta será nuestra despedida, Liz.
-No sé si podré venir antes, si no tengo un perrito que me guíe. Los niños no quieren molestarse. ¡Ay, Gra! Me estoy quedando ciega... ¡Me estoy quedando ciega!
-¡Ah!, ¿por eso no has hecho más que tocar y retocar la colcha todo este rato? Ya me decía yo... Pero sí que va a contar el dolor, ¿no crees, Liz? Sí que contará el dolor para que 'Arry siga... donde quiero yo. Dime que no ha sido todo para nada.
-Estoy segura... segura, hija. Tendrás tu recompensa.
-Eso es lo único que quiero... Si es que me tienen en cuenta el dolor.
-Seguro, seguro, Gra.
Llamaron a la puerta.
-Es la enfermera. Se ha adelantado -dijo la señora Ashcroft-. Ábrela.
Entró la joven a paso animado, con un bolso lleno de frasquitos tintineantes.
-Buenas tardes, señora Ashcroft saludó-. He venido un poquito más temprano que de costumbre por lo del baile de esta noche en la Institución. ¿Verdad que no le importa?
-No, no. A mí ya se me pasó la edad de bailar -dijo la señora Ashcroft, recuperando su tono de sirvienta discreta-. Aquí mi vieja amiga, la señora Fettley, me ha estado haciendo compañía.
-Espero que no la haya fatigado a usted -dijo la enfermera en tono un tanto frío.
-Todo lo contrario. Ha sido un placer. Sólo que... sólo que al final me he sentido un poco cansada.
-Claro, claro -la enfermera ya se había puesto de rodillas y tenía unas gasas en la mano-. Cuando se reúnen las señoras mayores, hablan demasiado. Ya me he dado yo cuenta.
-A lo mejor tiene usted razón -dijo la señora Fettley, poniéndose en pie-. Así que me voy.
-Pero antes, míralo -dijo la señora Ashcroft con voz apagada-. Me gustaría que lo vieras.
La señora Fettley lo miró y sintió un escalofrío. Después, se inclinó, dio un beso suave a la señora Ashcroft en la frente macilenta y otro en los ojos grises desvaídos.
- que cuenta, ¿verdad? ¿El dolor? -aquellas palabras apenas si traspasaron los labios, que todavía mostraban huellas de su antigua línea.
La señora Fettley se los besó y se fue hacia la puerta